sábado, 16 de julio de 2011

GATOS DE TIZA. Capítulo 1


   
   Daniela era una niña de unos doce años de edad, de pelo ondulado, rubio y ojos demasiado azules. A diferencia de las de su edad, ella aún creía en hadas, y era de esas niñas que se reía cuando a oscuras y bajando las escaleras de su hogar, tropezaba creyendo que aún quedaba un escalón por bajar. Llena de energía, llena de vitalidad, llena de ganas de vivir, de ganas de vivir, sí, pero no de andar; y por eso refunfuñaba cada vez que tenía que bordear las ruinas de aquella obsoleta fábrica para ir al colegio.

Vivía en la gran ciudad, o más bien, a las afueras de la gran ciudad. Su padre era pintor de profesión y “nómada” de afición, pues en los últimos tres años había cambiado de residencia en cuatro ocasiones. Curiosamente las mismas ocasiones en las que Daniela había fracasado en su desesperada búsqueda de amigos. Esta vez tendría suerte, pero eso aún no lo sabía.

   Recorría una vez más el camino hacia el colegio, bordeando el largo muro que delimitaba la vieja fábrica, un muro que ella mismo se encargó de bautizar como el “Muro 8192”. Lo llamó así porque justo una semana antes su hermana mayor le habló del número infinito y Daniela, que no era la primera vez que escuchaba hablar de él, decidió demostrarle a su hermana que los números no eran infinitos, o que había un número más grande que el infinito, en realidad ni ella sabía muy bien que pretendía demostrarle, el caso es que durante varios días estuvo contado los pasos de aquello que se le antojaba más grande que el propio infinito, aquel muro. Resultó tener 8192 pasos y ese fue, a la vez, el día de su fallida demostración y el día del bautizo de aquel muro. La hermana de Daniela aún se burlaba intentando sacarla de quicio cada vez que la recordaba contando pasos.

   Aquel día el Sol volvió a recorrer el cielo de forma pendular, sólo interrumpido por una niña de pelo rubio y ojos demasiados azules que paseara de vuelta a casa cobijada a la media sombra del muro 8192. Iba cabizbaja y tal vez eso fue lo que le hizo encontrar aquella tiza, si hubiese sido ese el día en el que hubiese hecho su primera amiga Daniela no habría tenido el ánimo por los suelos y por ende, no habría encontrado aquel trozo de tiza verde que a punto estuvo de pisar. Lo utilizó, como muchos estáis pensando, en dibujar en aquel muro de camino a casa. Llegaba tarde, así que salió corriendo mientras dibujaba una gran línea ondulada de color verde en la pared, acabándose la tiza casi al mismo tiempo que el camino se alejaba del muro.

   Al día siguiente Daniela salía de casa tarde como de costumbre. Aligeraba el paso mientras desayunaba un panecillo, pues si le volvían a castigar por llegar tarde a clase, sería ella quien limpiase la pizarra y los borradores durante el recreo. Al pasar junto al muro apenas se acordaba de lo que ella misma pintó el día anterior, e iba tan sofocada que tardó en ver las dos líneas onduladas que había pintadas a su izquierda. Si, las dos líneas, pues a lo que dibujó Daniela, alguien añadió una línea similar, pero de color rojo. Se detuvo y miró aquel sencillo garabato desconcertada, luego siguió andando sin apartar la vista y pudo comprobar cómo la línea de color rojo acompañaba a la verde desde el comienzo hasta el final. Pero… ¿Quién pudo haberla dibujado?, y… ¿Porqué? Varias eran las dudas, pero sólo una cosa era cierta: Daniela ese día limpiaría la pizarra y los borradores.
   No le importó el castigo cuando se dio cuenta de que de esa forma evitaría el andar sola por el patio de recreo mientras el resto hacía caso omiso de su presencia. Además, de esa forma podría llevar a cabo un pequeño experimento en el que llevaba pensando, abstraída, parte de la mañana. Cogería prestadas unas cuantas tizas y al salir volvería a pintar una tercera línea, esta vez de un color distinto.

   El nuevo amanecer trajo consigo, como por arte de magia, una cuarta y azulada línea. También pareció ser producto de la misma magia que ese día Daniela no saliera tarde de casa. Al acabar el día en el colegio, se acercó al muro y con el último color distinto de la caja de tizas que cogiera “prestada”, dibujó una quinta línea de color blanco y al llegar al final del Muro 8192 dibujó aquello que estuvo practicando en casa el día anterior, un gatito. Otras podrían haber puesto un “Hola, ¿Quién eres?”, o podrían haberse dibujado a sí mismas, Daniela no, ella dibujó un gatito y luego durante el resto del día estuvo pensando si su nuevo y desconocido amigo se atrevería a dibujar algo.

Al día siguiente había dibujado un perro ladrando justo al lado de aquel gatito, y entre risas, Daniela pintó al gato con el lomo erizado y subido a un árbol. Fueron transcurriendo los días y lo que en un principio fue un muro gris y triste, acabó siendo para Daniela la forma de comunicarse con su único amigo.

Después de unas semanas el muro estaba adornado con varios dibujos, la mayoría eran animales o figuras caricaturescas. También lo adornaban cinco gruesas líneas onduladas que ella se encargaba de repasar siempre que podía coger prestada otra cajita de tizas. Aunque varias fueron las veces que la niña, cargada de valor, decidió salir a ver si se encontraba con su misterioso amigo, no lo consiguió ver nunca y para su pesar, ya casi era verano.

   Llegó Junio y con él, el fin del curso junto con la noticia que, por primera vez, Daniela no deseaba escuchar: En pocos días se marcharían de la ciudad. A su padre le salió una oferta en otro lugar y al acabar el curso se mudarían. Desde que su padre le contó la noticia y después de ver inútil el intentar convencerle de que no se marcharan de allí, decidió que justo antes de irse de aquel lugar pintaría su último dibujo. Frustrada por irse sin llegar a conocer a su único amigo, y en aquel muro que en un principio tanto había odiado y que ahora tanto necesitaba, plasmó por última vez lo que un día fue su primer dibujo, un gatito. Ni un “adiós”, ni un “hasta luego”, sólo un gato de tiza.

   Llegó el día en que, después de preparar todo el equipaje, subieron al coche y se marcharon. En aquella última tarde en la ciudad comenzó a llover, el cielo estaba encapotado y parecía haberse contagiado de la tristeza de aquella niña que, en el asiento de atrás del coche de su padre, miraba de forma melancólica los dibujos que con la lluvia comenzaron a estropearse. Entonces, como había empezado todo aquello, sin buscarlo, lo vio, un chico pintando en aquel muro, justo al lado del último gato. Daniela quiso gritar, quiso saludarle, quiso explicarle porque ya no volvería a responderle con dibujos, el porque se iba…pero no le salió ni una sola palabra, solo se quedó boquiabierta, mirando a través del cristal la figura de su primer, y hasta entonces, único amigo.

***

   La niña que un día se fue de aquella ciudad, volvió convertida en una mujer once años después, una mujer cargada de nostalgia. Por aquel entonces Daniela ya había salido de la universidad con un título bajo el brazo y tenía algunas amigas, que aunque no eran muchas, a ella le bastaban. Una de ellas se casaría en breve y lo haría curiosamente en aquella ciudad. Al enterarse, los recuerdos le invadieron y aunque a lo largo de estos once años fueron muchas las veces que quiso regresar, no se atrevió hasta entonces. Se había visto obligada a volver, una vez allí decidió ir a echar un vistazo al muro que plagaba de imágenes los recuerdos de su infancia en aquel lugar. Al llegar al muro 8000 (pues empezó a recordarlo así cuando, con el tiempo, olvidó los pasos exactos con los que lo bautizó) encontró algo asombroso. Aquellas cinco líneas onduladas y de colores que hacía tanto tiempo habían dibujado las manos de unos niños que no llegaron a conocerse, seguían allí. Transformada la tiza en grafiti pero exactamente iguales a como las recordaba. Ni rastro de aquellos dibujos infantiles que utilizaban a modo de conversación, pero en su lugar, al comienzo del muro, había una enorme clave de Sol justo donde empezaban las líneas; haciendo así de un improvisado y original pentagrama. Un pentagrama que a lo largo de aquel muro estaba plagado de innumerables notas musicales. Era increíble, el asombro se tornó sonrojo cuando vio escrito, justo al final de aquel enorme pentagrama y en letras enormes “Gatos de tiza”. Sonrió al recordar aquellos gatitos que solía dibujar. Tras tanta sorpresa se sentó en el capó de su propio coche y sin apartar la mirada de aquel dibujo, como ya hiciera años antes, ruborizada y llena de emoción susurró en voz baja:

   - Una canción, es una canción... 




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