lunes, 13 de febrero de 2012

INEVITABLES E IMPERTÉRRITAS


    Yo tenía una botella de cristal, de esas botellas que le comprabas al lechero de hace muchos años. Cuando era pequeño, deseaba que se acabara la leche para poder hacerme con la botella. En el momento que era mía, iba al baño y allí hacía una recolección de perfumes, colonias, geles de baño y champoos que olieran bien, es decir, todos menos ese gel que olía a chicle. 

   Limpiaba la botella de la leche, la enjuagaba varias veces y la limpiaba por dentro del cristal con un cepillo de dientes, por supuesto, no con mi cepillo. Cuando ya estaba totalmente limpia y no olía a leche, empezaba con el experimento: Primero los geles y champoos, luego las colonias y por último una pizca de los perfumes. Ya lo había hecho otras veces, pero siempre cambiaba las proporciones, buscaba una especie de olor y consistencia perfectos. Cuando todo estaba bien mezclado, la llevaba a mi cuarto y le ponía la guinda: unas bolitas de plastilina de colores (siempre me ha encantado el olor a plastilina). Luego dejaba reposar aquel mejunje bajo mi escritorio, tapado con un papel grueso. Allí quedaba durante todo un largo día y teniendo en cuenta que hablamos de un niño de unos diez años, eso era tener mucha paciencia.
  
No recuerdo su olor. Pero sí su apariencia. 

***
    
   Creo que colecciono papeles y bolígrafos. Tengo todo tipo de papel ordenado por grosores y por tamaños, desde una colección de distintos tipos de pos-it hasta un A1 de papel grueso; libretas de distintos tamaños, apaisadas, verticales, pequeñas, de hojas de colores, cuadriculadas, lineales, de dibujos; papeles con olores, servilletas a modo de papel... incluso la palma de mi mano me hace a veces de un improvisado lugar donde volcar palabras. Luego están los bolígrafos: de todos los colores, rojos, azules, negros, verdes; bolis compuestos de muchos bolis (de esos que huelen raro y tienen todos los colores incorporados), lápices, lápices de colores, ceras, rotuladores, portaminas, pasteles, carboncillos, bolis big, pilot... hasta mi sangre ha servido a veces de improvisada tinta para dibujar palabras. 

   Huelga decir que mis papeles están casi todos llenos de palabras y mis bolígrafos vacíos de tinta o mina. Incluso el boli compuesto por muchos otros está a punto de morir. Tal vez escribo demasiado, o quizás no escribo lo suficiente como para dejar de escribir. El problema es que hay noches que tengo insomnio y en esas noches, que no son pocas, cojo un boli medio gastado y una hoja medio usada y escribo abstracciones, que como no, también se quedan a medias. No es algo que me moleste el decir que no escribo bien, pero quien lea mis palabras y lo diga, que tenga en cuenta que al hacerlo declara que él tampoco lee bien. 

   Vuelvo a esas noches de insomnio. Entonces solo los sobrios están despiertos de verdad y a mí me da por hacer un mejunje de palabras: las selecciono, las pienso, las siento y luego las ordeno de la forma más original que pueda. En el momento que creo haber acabado, me releo... luego miro a mi originalidad a los ojos y le digo: “¿en serio?”. Suelo estar listo al tercer o cuarto borrador. Entonces cojo una hoja de cristal, de esas que hacen tanto daño cuando se leen. La limpio con lágrimas o sollozos, lo que tenga más a mano. Por supuesto, intentando que no sean míos. Una vez que la hoja de cristal está totalmente limpia y ya no huele a corazón, la lleno con mis palabras. Primero la prosa, luego los cuentos, las poesías y para terminar, el colofón: unos trocitos de amanecer (siempre me ha encantado ver amanecer al final de un día). Busco que quede perfecto, que su armonía y emoción salgan lo mejor posible. 

   El último paso para su preparación es el dejar la hoja reposar durante un tiempo bajo mi piel, tapado con un suave velo de desnudez. Allí tiene que quedar durante toda una larga vida, aunque en realidad no es tanto tiempo, para la inspiración una vida es como para nosotros una exhalación... nunca mejor dicho.

   No recuerdo mis palabras ni su orden, pero si la emoción que transmitían:

   Como el combinado de olores que hacía en mi niñez, las palabras de mí ahora siempre acaban siendo desdibujadas. Como el olvido de un sabio, el amor de una prostituta o lo efímero de un Dios... mis palabras acaban siendo inevitables e impertérritas.

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