jueves, 16 de febrero de 2012

MENTÍ

  Me llamaste un día de madrugada. Llevaba sin saber de ti tanto tiempo que ya no sabía que responderte al descolgar el teléfono: no sabía si decir “hola” o presentarme.
    
   Presentarme porque he cambiado tanto... tanto he cambiado que dejé de ser verano para convertirme en otoño.
   
 Me dijiste que querías verme y que estabas cerca. Yo murmuré para mí mismo: “tú siempre has estado cerca y dentro”. Accedí a tu repentina cita. Eras tú o el insomnio de alguien intrigado por tu llamada y sacudido por mi negativa. Así que fui. Era un Hostal rural, con vistas a la catedral. No recuerdo que dijiste cuando me viste entrar, ni siquiera recuerdo haber entrado. No recuerdo la luz o el mobiliario de la habitación, ni si cerré la puerta con un portazo o como dice Sabina: “con un signo de interrogación”. No lo recuerdo, y creo que habría sido inhumano ser tan observador con todo aquello que rodeaba a tu desnudez. 

   Estabas de perfil, me mirabas de soslayo, la luz que brindaba tu cuerpo era la justa para no hacerme enloquecer. Mecías tu pelo en el viento de una primavera que se ha adelantado al invierno. Sonreías pícaramente y al hacerlo sacudías toda duda, desconcierto o miedo que un hombre pudiera tener. Mirabas como quien entiende los deseos que nunca se dicen, como quien cree ver tras las caretas y las apariencias. Las curvas de tus caderas jugueteaban con mi cordura, la sujetaban de un hilo y la balanceaban jugando a ver donde caería y se rompería. Las curvas de tus senos abatían todo el aire de aquella habitación, lo hacían suyo y dejaban sin aliento a cualquier inocente que entrase allí. 

   Era yo quien había entrado, pero era culpable. Lo que sí recuerdo después de las dos vidas que tardé en mirarte y luego recobrar la percepción, fue que tragué saliva, lo recuerdo por que cuando lo hice resquebrajé con ella el barniz de impasividad que cubría mi garganta. Tragué saliva porque necesitaba un poco de mí, después de tanto de ti. Aunque no fue suficiente, necesitaba algo más si no quería caer en la pena de no poder volver a parpadear nunca más, así que miré a mi derecha: había un enorme espejo colgado en la pared, apuntando a la cama, apuntando a lo que había entre tú y yo, a lo que deseaba más que nada destrozar e inundar con nuestra esencia hasta que no cupiese ni un gemido más en esa habitación. Me miré a los ojos, fue suficiente para poder articular palabra y decir:

   - ¿Qué quieres?

   - Lo mismo que tú – respondiste. Y diste un paso hacia adelante. Olí tu perfume. Acortaste la distancia entre tú y yo, como quien acorta la distancia entre dos mares. 

   - ¿Por qué estás tan segura de creer saber lo que quiero? – Era obvio, lo sabía, yo era transparente, mis palabras solo servirían para dejarme tiempo para pensar. No quería caer, no otra vez no. Si lo hiciese sería uno más, uno de tantos que dejaste atrás después de marearlos en la montaña rusa de tu cuerpo. Perderías de mí el interés como ya hicieras con todos los osados que se atrevieron pasear su piel por entre el nácar de la tuya. Tenía que dejar de pensar en todo ello – sacudí la cabeza- esperé un ingenioso comentario tras tu respuesta. Pensé – o algo parecido – que si yo era un otoño y tu una reciente primavera, te olvidaste por completo del invierno que nos separaba. Tú lo olvidaste y yo lo pateé, lo amordacé y lo metí en el maletero del coche de mis instintos carnales. 

    Miraste bajo mi cintura y respondiste:

   - Es a ti a quien se le ve bastante seguro – Otra sonrisa pícara. Si “pícara” tiene tres sílabas, yo recibí tres disparos, pero es que tu sonrisa hacía las palabras eternas y con un deje onírico, así que no fueron tres disparos. Fue como darme el arma cargada a mí y dejar la elección en mis manos sin pulso. 

    Diste otro paso, a esa distancia habría podido acariciarte. Mi mano casi me juega una mala pasada. Me rendí de puertas para adentro, me desmoroné, no es que hubiese construido castillos de arena, era de pétrea tez y de gruesa estructura, pero todos se desmoronaron, se hicieron polvo, luego formaron una nube y llovieron sobre el pasto de mi sien, allí crecieron flores que olían a ti, y un río con una cascada por cada una de las veces que te hubiese hecho mía... te hubiese hecho mía si no fuese tan valiente, tan osado o tan ¡gilipollas! para decir:

   -Te mereces algo mejor – Mentí.

   Me di la vuelta y me fui.

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