domingo, 11 de marzo de 2012

AIRE O AGUA

   - Por cierto, me llamo Fran.

   Él estaba sentado en la cama. Ella estaba en la ventana.
   Él parecía tener las manos atadas al pelo, cabizbajo, mirando al suelo, frustrado resoplaba de cuando en cuando. Sus ojos inquietos, moviéndose con pequeños movimientos, como quien se ha perdido en un crucigrama al que no sabe responder. Con un nudo entre sus ojos y su corazón, porque tal vez no había visto aún, ni había sentido lo inevitable.
   Ella, rompiendo brevedades, había olvidado pestañear. Descalza y ataviada con un ligero camisón que el aire que se colaba sin permiso en la habitación, se entretenía en hacer de él, su particular patio de recreo. Tenía las manos congeladas y ojalá hubiesen sido sólo las manos...
  
   - ¿Aún crees que hiciste bien en venir? – Le retó ella.
   - Sí, así lo creo – Miró su espalda. Era hermosa, y como sus palabras, lo retaban, esta vez, a acercarse y acariciarla. – Te he hablado de amor, de familia, de amistad y de todo lo bello que tiene este lugar. – se justificó.
   - Crees haber hecho todo lo posible, ¿verdad?
   - No se me ocurre nada más
   - No me hablaste de ti... excepto por eso de que te llamas Fran, no me has contado más que ideales sin sentido.
  
   Él se paró a pensar. Al otro lado de la habitación la puerta estaba entornada, bailando, o tal vez pensando, si cerrarse de un portazo o quedarse de par en par. Fuera, por lo que se podía ver tras la ventana, era de noche. Dentro también, aunque dentro la noche se hacía más eterna y saltaba de silencio en silencio. La luz estaba apagada, hacía ya dos semanas que la bombilla había muerto.
   Ella evitaba pensar. Pero después de dos horas pasando frío, había visto congelarse en su interior más de un resentimiento y más de un resquemor, y ahora podría pensar sin llamar la atención a tanto odio dopado por la oscuridad gris de aquellas noches sin interruptor.

   - Soy frío
   - Hoy me gusta el frío, aunque más me gustaría el poder compartirlo
   - ¡Prometo abrazarte!, lo haré si...
   - No prometas Fran, y menos con condiciones – Su voz iba de adentro a adentro.
   - Sin promesas, sin adelantos y sin condiciones... te abrazaré.
   - Pero...
   - Pero necesitaré tenerte aquí, a mi lado.
   - No hay ningún lado donde puedas tenerme Fran, ya hemos discutido eso cuando hablamos de ese cliché tuyo al que llamas “amor”. – A él le hubiese dolido menos, si hubiese utilizado los dedos para rodear la palabra con unas simbólicas comillas, o si su tono de voz hubiese sido sarcástico. Pero no, ella hablaba sin saltos en su tonalidad. Si la cera gris de la caja de colores pudiese hablar, hablaría como ella: Sin emoción.
    - Llevo aquí ya dos horas sentado en esta cama, y las camas no son para estar sentado, ya sabes a que me refiero – Dio un pequeño bote en la cama para recalcar lo que decía. – Tal vez sea que no mereces palabra alguna, que las palabras no tienen ningún efecto sobre ti. Que tal vez te hayan fallado tanto, hayan roto tantas promesas y te hayan regalado, con las manos vacías, tantas veces la Luna... que ya no creas en lo que te dicen. – Quería tener razón y aunque no atisbó ni un cambio en la aptitud de ella, tenía la esperanza de estar dando en el clavo. Sólo esperaba no clavarlo demasiado hondo. – Creo que sólo necesitas que te lo demuestre. No voy a quedarme sentado más en esta cama esperándote. – Se levantó con brusquedad, creyendo que no podría hacerlo. Dejó allí cosido, al ombligo del colchón, la ausencia de los dos.

   - Llevas razón Fran, los colchones no son para sentarse, ni tampoco el alféizar está hecho para sentarse. Pero si das un paso más, saltaré. Sabes que lo haré.
   - Tranquila, me voy a quedar aquí – Él sabía que ahora estaba más cerca de ella. Sólo tenía que dar tres pasos y podría “rescatarla”. Ella estaba de espaldas y desde que él entró, ni tan siquiera había girado la cabeza. Sólo tenía que dar tres pasos, pensaba frenéticamente sin dar ninguno. Sólo eran tres pasos... sólo eran tres mentiras.

   - Bueno, yo ya me he presentado, ¿cómo te llamas tú?
   - Me llamo Daniela. Y aunque no importe, ¿Por qué dices que eres frío?

   Él se dio cuenta de que cada vez que ella hablaba, sería una oportunidad para que no le escuchase acercase. Siguiendo el agitado cálculo de antes, debía de responder a tres preguntas que ella le hiciese, pero Daniela no era de las que hablan demasiado, en las dos últimas horas, sólo había cruzado palabras durante estos cinco últimos minutos, así que debía de responder a esta primera pregunta de tal forma que le picara la curiosidad, así ella le volvería a preguntar y él volvería a tener la oportunidad de dar un paso más y acercase hasta su suave y náufraga espalda.

   - Imagínate si soy frio: hace no mucho tiempo murió una persona allegada y no derramé ni una sola gota de cristal
   - Me ha gustado eso del cristal – Fran dio un paso – dices cosas muy bonitas, ¿eres una especie de poeta?
   No era lo que Fran creía que llamaría su atención, pero aún así, funcionó. Necesitaba dos pasos más, no correría sobre ella, estaba tan al borde de una caída de seis pisos, que no quería arriesgar.
   - A veces me da por escribir, si. Pero no es nada del otro mundo, son sólo palabras que desahogan
   - Entonces no son palabras. Si desahogan...  – Fran dio su segundo paso – será más bien aire que entra, o agua que sale. Por favor, Fran, dime algo bonito
   Sólo tenía que hacerla hablar una vez más. Luego podría dar el último paso antes de poder saltar sobre ella y rescatarla de la noche efímera para llevarla de vuelta a la noche eterna de la habitación. Improvisó, sintió y dijo:

   - Me jugaría todos los amaneceres que me restan, por ver tus ojos en una noche como esta

   Ella se dio la vuelta, lo miró a los ojos, le dio las gracias y saltó.
   Él se quedó atrapado en su mirada, sintió como caía con ella sus latidos y su poesía, y se rompían al escuchar el ruido de su cuerpo contra el asfalto. Fue un golpe sordo.

   Él estaba allí parado. Fuera era de noche, aunque efímera. Dentro, en la habitación, la noche era más eterna, pero no dolía. En su interior era también de noche, eterna ahora y siempre sin los amaneceres que arriesgara. Y dolorosa, pues a partir de entonces no habría agua que saliera, o aire que entrara.

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