Tenía la espalda apoyada
en la fachada de enfrente.
Gritaba.
Sólo me respondían las
miradas de los madrugadores,
miradas de inexpertos en
temeridades.
El aire estaba desbocado,
había un ambiente un tanto peculiar. Es como si a alguien se le hubiese caído
del alféizar de su ventana un tarro de cristal lleno de realidad... o de sal
para las heridas. La cosa es que dolía el mero hecho de respirar y no era el
típico dolor angustioso, sino el dolor que te hace sentir vivo con la sensación
de...
Con la sensación de haber
guardado
toda realidad
en un bote de cristal.
Con la sensación de ser
de cristal,
y de estar cayendo, por
desgracia,
sobre una acera cargada
de obviedad...
Con la seguridad de hacer
¡¡CRAC!!
y la ilusión de poder
volar...
Pensé que:
Tan solo me bastaba ser
leve,
caer y deslizarme como
una hoja cargada de otoño,
así solo rozaría la
obviedad del adoquinado
y no me dejaría el
cristal en el intento...
¡pero no!... tenía que
ser pesado
como diez montañas,
como un portazo con
pestillo,
como la decepción de un
invierno,
como...
como tu silencio,
como será la última ola
de este atestado mar,
como son mis sábanas
cuando me tapan a mí
y sólo a mí...
...
Olía a flores mientras
caía,
a flores y a miradas
entrecerradas.
Justo un segundo antes de
sentir deslizarme
y precipitarme al vacio,
surcaron dos sombras
sobre mí.
Una por mi mente me trajo
un susurro:
“La tristeza no vuela”
la segunda surcó mi piel
y me trajo un escalofrío
que hablaba y decía:
“Quién dijo que le
gustaba la primavera,
nunca conoció a una flor”
...
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