viernes, 28 de septiembre de 2012

TU ALAMEDA


  

   La mediocridad de un país mustio y rancio, muestra su esfuerzo en levantar lo único que le queda: pancartas sinceras y voces en llamas. Siempre es mejor apagar la tele y unirse a ellos, que quedarse en silencio y esperar como un iluso a que se una hasta el más pequeño de los alfeñiques, para después, casi obligado por la norma, dedicarte a hacer algo tú.

   Yo enmudecí la tele. Los gestos desencajados y las cicatrices que había dejado un futuro al irse, hablaban por si solos.

   A la tarde, entre grises de nubes y de corazones, me dejé caer por tu alameda, siempre tan llena de críos. No creas que fui por casualidad. No te buscaba a ti, buscaba la sensación que dejabas cuando aún te podía sentir. Te imagino cogida de una mano a la última barandilla que dejó el último de los “nosotros”. Ese que nadie se atrevió a decir y que termino por morir, por falta de cariño, creí yo, por exceso de motivos, creíste tú.

   Me senté en un banco, porque te vi a lo lejos y no quería cruzarme contigo. La última vez que nos cruzamos acabamos desnudos, en el mismo colchón, recuerdo que de muelles oxidados y con más calor y mejor compañía que en el infierno.

   Así que esperé, ya sabes que no soy muy dado a esperar, pero esta vez esperé. Luego desesperé. Mas creo recordar que me entretuve haciendo agujeros en mis recuerdos, por si te daba por venir hacia mí, tuve que agujerear todo recuerdo que me dejó tu piel, y por si te daba por sonreír, tuve que romper con todo recuerdo que no me dejara mentir, principios incluidos.

   A todo esto, tú seguías caminando, como la lluvia de otoño, regando mi interior, echando al suelo toda mota de polvo que hubiese dejado mi conformismo, como una lluvia justa y esperada. Y para más fortuna, caminabas en mi dirección, y yo, con esa sensación de haber sobornado al destino, sin saber qué hacer, mirando a todos lados, no sé si buscando algo que me recordara a la última vez que te vi, no sé... tal vez buscando rincones, sombras u orgasmos. No encontré más que tiempo perdido y algunos pasos, los tuyos.

   Estabas cerca y mi lucidez, del tamaño de un penique, se había decantado por alzar la cabeza y decirte “buenas”. Como si con un saludo esperase que me dieses a cambio tu mundo, el habido y por haber. Tú me diste lo sembrado: un “hola”, una mirada entrecruzada y un gesto, que si hubiese ido acompañado de una pancarta, habría podido leer: “¿y tú, quién eres?”.

   No me reconociste.

   Yo te prometo que en tu mirada no te vi, ni me di cuenta del crío que andaba tras de ti y que reclamaba tu atención a golpe de: “¡mama!”.
Eras tú, y a mí sólo me quedarían agujeros que rellenar, de alcohol y otras con tu nombre, con suerte; de palabras en un papel si no.

   Eras tú, y esa, seguía siendo tu alameda, pero yo... sabía que ya no te volvería a encontrar. 

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