lunes, 26 de noviembre de 2012

UN POETA EN UNA DISCOTECA. ESPECIAL 5000 VISITAS



   Acercarse a una chica que baila con una amiga, que se dé la vuelta y decir:
            - ¿Cómo lo has hecho?
            - Cómo he hecho el qué – Pregunta desconcertada
            - ¿Cómo has hecho para que te dejen entrar en la discoteca con esas dos estrellas? - Decirlo mirándola a los ojos y escuchar:
            - ¡Oh!, pobrecillo... – Que se dé la vuelta y siga bailando con su amiga, eso... eso es ser un poeta en una discoteca.

 ***
   Contornearte, que no bailar, hasta un grupo de chicas que hay cerca de la barra, con una copa en una mano y un hielo en la otra. Mirar a una de ellas, hacer un gesto para que mire lo que estás a punto de hacer, tirar el hielo al suelo, pisarlo, romperlo y decir:
            - Bueno, ya hemos roto el hielo, ¿y ahora qué, bailamos?
  Que sonría, que baile contigo y que cuando vea tu habilidad para hacerlo, se ría aún más y acabe por largarse con las amigas, eso... eso es ser un poeta en una discoteca.

 ***
   Llegar todo preocupado a una chica que baila en el centro de la pista y preguntarle que si está bien:
            - Perdona... ¿estás bien?
            - Si, por qué lo dices
            - ¿Seguro?, están la mitad de las personas de la sala de baile mirándote preocupados, ¿seguro no te hiciste daño?
            - Claro que no – dice mirando alrededor.
            - ¿No te hiciste daño al caer? – Insistes
            - ¿Al caer?
            - Claro, al caer del cielo... ángel. – Sonreír, presenciar una bonita cara de sorpresa y no comerte un colín... eso, es ser un poeta en una discoteca.

 ***
   Basado en hechos reales y bueno, eso no ha sido todo. Ha habido alguna que otra ocasión en la que he hecho de este tipo de idiota. Sea como sea, si vuestro objetivo es conocer a una chica, ya tenéis unos cuantos consejos sobre qué no hacer.

   Gracias por las visitas, cada una ha sido como un latido.

domingo, 11 de noviembre de 2012

PERROS DE TIZA. CAPÍTULO 6


Él tenía los ojos marrones y la mirada del color de una mañana nublada. Era la primera vez en sus once años de edad que Iván tendría que pasar la noche fuera de casa. Había salido cuando apenas había oscurecido y aún seguía caminando por una de esas aceras rojas y blancas. Jugaba a pisar sólo las aceras blancas y luego a sólo pisar las rojas. Volvía al 3ºC, del piso donde vivía, cuando al acercarse a su puerta, escuchó de nuevo esa amalgama de gritos, súplicas y amenazas. Entonces se dio la vuelta y alargó su paseo por entre las calles de su barrio.

   Aquella noche y tras varios intentos de volver a un hogar que estuviese tranquilo, Iván terminó por dormir con la espalda apoyada en la fachada trasera de su edificio, como si cargara sobre ella los desaciertos de todos los que vivían en sus seis bloques llenos de problemas. La cabeza entre las rodillas y las lágrimas donde nadie las viese.
   Iván pasó frío, mucho frío. Se levantó con los primeros rayos de sol. A su derecha un bidón de la basura que ya, ningún camión se acercaba a recoger, a su izquierda unos arbustos sin flores, en frente un solar vació y detrás: su único hogar. Tenía los músculos entumecidos y le costó empezar a andar, cuando consiguió entrar en calor y empezó a subir las escaleras para ir a casa, deseó que él ya no estuviera.

   No estaba, ni aquella ni la siguiente, ni las más de doscientas mañanas que tardó en volver. Cuando volvió lo hizo cargado de promesas huecas y alcohol en lugar de aliento. Sus bonitas palabras se convertían en avisos de golpes y su olor, en una triste sensación de soledad. Entonces Iván pasó la segunda noche fuera de casa. Tenía ya doce años. Pensó en enfrentarse a la situación pero solo consiguió convertir en puños apretados lo que antes eran manos. Pensó en llamar a alguien y pedir ayuda, pero solo consiguió apretar los dientes donde antes solo se veían sonrisas.

   Volvió a pasar frío, volvió a hacerse eterno el paseo de la Luna por el firmamento y al igual que ya hiciera una vez: volvió a despertarse con los primeros rayos de Sol.
   Al volver al tercer piso, él ya no estaba.

   Tenía Iván catorce años cuando su padre volvió al hogar. La ingenuidad y vanas esperanzas que su madre tenía depositadas en que su marido cambiase, y volviese con más caricias que golpes, hacían que le dejase pasar, luego, después de un rato y unas cuantos grados de alcohol más, todo cambiaba y la madre de Iván, así como la intención de proteger a su hijo, le hacían convencer al pequeño para que saliera, para luego cerrar la puerta con mil pestillos y que fuera ella, y sólo ella, quien recibiera el castigo, los golpes y las amenazas... otra vez.
  
   La tercera noche que pasó fuera, Iván decidió caminar hasta el centro de la ciudad. Quedaba a casi media hora andando desde su barrio, aunque esa noche la distancia no la mediría en minutos. La Catedral donde hizo hablar al “Arremangado” estaba, pues, a doce lágrimas y seis sollozos de donde Iván vivía.

   El Arremangado era un mendigo que solía pedir en una de las calles más transitadas de la ciudad, cerca de la Catedral. Pedía con la espalda apoyada sobre la antigua roca de la misma, como si cargase sobre ella toda la santidad y la majestuosidad de aquel edificio. Le llamaban el Arremangado porque siempre llevaba las mangas y las perneras arremangadas hasta los codos y las rodillas. Solía regalar melodías tocadas con su armónica, sentado sobre tres finas y alargadas losas de pizarra, que a medida que iba pasando el día, iba utilizando para enmarcar alguna de las frases que se le ocurriesen. Esa noche estaba sentado sobre dos de las losas y tenía una, erguida y apoyada sobre la catedral, en la que ponía: “Esta noche será eterna”. 

   Iván ya lo conocía, Iván y todo la ciudad, pues el Arremangado era un personaje emblemático, parecía que llevara allí más años que la Catedral y nadie podía pensar, hablar o visitar la catedral sin tenerlo en cuenta. Sus frases siempre despertaron el interés de los que pasaban por su lado, desde turistas que lo atiborraban a fotos, hasta artistas locales, y no tan locales, que lo atiborraban a invitaciones de caladas de cigarros de la risa que él rechazaba. Al Arremangado sólo le hacía falta una estatua o ver su nombre puesto en una de las calles para ser parte de la ciudad, pues hasta aparecía en la foto de la Catedral que se vendía en las postales.

   Él siempre odió todo esa parafernalia y no le gustaba la catedral, por eso se sentaba dándole la espalda, era desde allí desde el único lugar donde no se veía sus altos campanarios, pero eso nunca lo dijo... ni eso, ni casi nada. A penas hablaba, ya lo hacían por él sus tizas y su armónica. Quien escuchara y leyera con atención, sabría cómo se sentía.

- Hola – Dijo Iván. Se había sentado cerca del viejo arremangado mientras éste empezaba a tocar Strangers in the night. No respondió.
   Iván echó un vistazo a la losa de pizarra y resopló. Tenía los ojos vidriosos y la mandíbula apretada. Pasaron casi cuarenta y cinco minutos hasta que volvió a abrir la boca.
- Mi profesor de lengua dice que era usted un famoso escritor – No hubo reacción alguna – Cuando se lo conté a mi madre, ella me dijo que tal vez no lo haya sido, pero sí que tiene madera para serlo. – Iván miro al viejo y no vio ni un solo gesto que no fuera el de expirar o inspirar aire a través de su fiel armónica. Observó la larga y dejada barba castaña que le cubría la cara y por donde se perdía su instrumento. Sus ojos cerrados, sintiendo la melodía. El pelo largo y ondulado le caía tapándole las orejas. Llevaba unos guantes recortados por la yema de los dedos. Huelga decir que estaba arremangado. Tenía un deshilachado sombrero gris en el suelo, bocabajo y con tan solo unas monedas, pues a medida que se iba llenando, él las recogía y se las guardaba, dejando ver, siempre, no más de dos euros. Estaba sentado sobre las dos losas de pizarra y a su derecha tenía una cajita de madera con un puñado de tizas de colores y la funda de cuero de su armónica.
  
- Yo creo que es usted un maestro.
   La melodía se detuvo. El arremangado lo miró y le preguntó:
- ¿Por qué crees eso? – Su voz parecía sacada de un blues con olor a madera. Después de hacer la pregunta, siguió tocando como si nunca hubiese articulado palabra alguna.
   Iván estaba sorprendido, el que el Arremangado le hubiese dirigido la palabra era como haber ganado una pequeña batalla, como si hubiese hecho hablar a uno de esos guardias reales británicos que había visto en más de una película y a los que nada les hacía inmutarse. Contestó rápido:
- Porque tiene una pizarra – Miró a la calle por donde varias personas, al pasar, posaban su mirada en la frase del Arremangado. – Tiene alumnos... – miró a los no más de dos euros que había en el sombrero - ... y cobra por ello.
  
   El viejo siguió derramando notas en aquella noche eterna durante unos minutos más, luego bajó la armónica, suspiró, miró al cielo, sonrió, aunque nadie viera su sonrisa escondida entre tanta barba; miró a Iván y le preguntó:

- ¿Qué crees que enseño?- Sus ojos eran del color de las almendras que nadie se come, y su voz, ahora más suave y menos indiferente, seguía siendo del tono de un blues de madera.
- Esa es una pregunta trampa – El Arremangado le miraba sin ni siquiera pestañear. – Si hubiese que enseñar algo para ser un maestro, mi colegio estaría lleno de impostores. – El Arremangado soltó una risita y luego añadió:
- Entonces... ¿soy un impostor o un maestro que no sabes qué enseña?
- No sé casi nada de lo que debería saber. Aunque sí sé lo que no es usted... no son las “pintas” lo que le faltan, pero no creo que sea un impostor. – El anciano no respondió, sólo respiró hondo y siguió tocando, como quien ha nacido con un armónica en las manos. Tocó algo suave e improvisado.

   Pasaría media hora más mientras que Iván pensara una respuesta. En todo ese tiempo, barajó la posibilidad de volver a casa, la de pedir ayuda, la de ir en busca de un policía e incluso la de coger una de esas losas de pizarra del Arremangado y utilizarla como escudo y arma al mismo tiempo. Escudo para proteger el rosado de las mejillas de su madre, que a estas horas ya sería morado. Y arma para atizar el embelesamiento de su padre, que a estas horas parecería otro.

   La impotencia, la frustración y el miedo le obligaron a permanecer callado y quieto. Sabía con certeza como acababa esa historia. De pequeño la vivió más de una vez, y sólo bastó recibir una bofetada, casi por accidente, para que su madre se encargara de que él no estuviese en casa cada una de las próximas veces que fuese el alcohol quien llevase los pantalones.

   Alejó esos pensamientos de su cabeza, aunque no pudo hacer lo mismo en su corazón. Siguió pensando en que podría decirle al Arremangado para arrancarle unas cuantas palabras más. Terminó por encontrar un resquicio de lucidez y dijo:

- No enseñas, muestras.
  No hubo respuesta, así que siguió.
- Enseñar es cuando te entienden. Pero fíjate en la cara de quienes te leen, te escuchan o ven como vas vestido – Señaló indiscriminadamente a todo alma que pasaba por allí en ese momento – Nadie parece entenderte, como mucho les consigues dar lástima a algunos y te echan unas monedas.

   Seguía la melodía improvisado del anciano sin detenerse ni alterarse, pero Iván tenía la convicción de estar acertando, así que siguió con su razonamiento:
-Aún así estás aquí todos los días, mostrando tu música y tus palabras. Eres como una especie de espejo... y ellos – Hizo un círculo intentando encerrar con él a toda la calle y siguió: - Ellos son como ciegos que no ven ni su reflejo... o a lo mejor les ocurre como a mi hámster, que cuando ve su reflejo se asusta. Tal vez sea eso por lo que te echan dinero, porque te tienen miedo. No sé...
  
   El Arremangado se alejó de nuevo la armónica de sus labios, como si se alejase una parte de su cuerpo, y dijo:
- ¿Y si fuese yo el ciego, de qué estaría ciego?
- ¿De los bolsillos? – Respondió y preguntó Iván sin darle tiempo al anciano a retomar la melodía. Además le habría sido imposible seguir tocando, pues rompió a reír al escuchar al pequeño.
- Eso ha sido muy original por tu parte hijo – Esa palabra, “hijo”, dicha por alguien como él, le hizo sentir raramente confortado– Toma, coge una de las tizas. – Le alargó la cajita – ¿me harías el favor de escribir eso que dijiste en esta pizarra? – El Arremangado se levantó y cogió una de las losas sobre las que se sentaba y se la acercó.

   Iván escribió, hilando con la otra frase que ya estuviera escrita: “Noche de bolsillos ciegos”. Luego la apoyó cerca de la primera losa y se volvió a sentar donde estaba con una sonrisa en los labios. Fue a echar la tiza a la cajita cuando el anciano le pidió que se la quedase.

   Hubo un momento de silencio, esta vez era el silencio de la victoria. Iván no sólo le había hecho hablar, sino que también le había hecho reír y había escrito una frase en una de sus losas. Se sentía orgulloso consigo mismo, por un momento consiguió alejar la tensión de sus mandíbulas y había vuelto a encontrar la curvatura de sus labios.

   Pasó casi otra hora más de llana conversación, o más bien, de un monólogo de Iván con un par de intervenciones del anciano, cuando éste sacó de detrás de las losas: una mantita y un minúsculo cojín de color gris, y dijo:
-Pequeño, es muy tarde, deberías de irte a casa y dejar descansar a este viejo chocho. – Sacudió la manta dando a ver su ridícula extensión. Apiló de nuevo las losas y colocó encima de ellas el pequeño cojín gris. Se amoldó a la dura piedra del suelo y a su pétrea almohada de pizarra, se hizo un ovillo y consiguió taparse con la mantita. Incluso para dormir no se bajaba las mangas.

   Iván no quería confesar que hoy él también dormiría con el firmamento como techo, el Arremangado era, aunque mendigo y aparentemente “impostor”, una de las personas que tenía en muy alta estima, y no quería que supiera la verdad. Así que se levantó, estiró las piernas y los brazos, le dio las buenas noches al anciano, y se marchó por el lado opuesto por donde había venido.

   Iba jugando con la tiza, lanzándola y volviendo a cogerla. Hoy decidió que dormiría lo más lejos posible de las palizas. La Luna tenía forma de sonrisa en el cielo, como si sonriera, o como si estuviese triste, según se mirase.
  
  Poco después Iván y sus catorce años de edad estaban cansados de andar. Además, llevaba bastante tiempo andando con un muro a su derecha al que no veía a lo lejos el fin. Tenía pensado intentar dormir al otro lado, el viento fresco de la noche daría de lleno en la pared y le resguardaría de su aspereza.

   Estaba intentando localizar algo que le ayudara a saltarlo. Encontró una papelera cerca del muro, con ella podría apoyarse, engancharse del resquicio del muro y saltarlo. Se guardó la tiza en el bolsillo y al trepar, se le cayó al suelo. Se dio cuenta de que cayó, pero él ya estaba subido al borde del muro y pensó que con lo que le había costado, la dejaría allí y la cogería al día siguiente.

   Iván durmió justo al otro lado, con la espalda apoyada en el muro, como si cargase sobre ella todo el gris de su fachada. La cabeza entre las rodillas y las lágrimas donde nadie las viese.




miércoles, 7 de noviembre de 2012

GATOS DE TIZA. Capítulo 5: Sin tregua


   Mediodía. Las letras colgaban a varios palmos sobre el dintel de la puerta de la cafetería a la que le daba nombre. El letrero estaba encorsetado por un marco de forja y clavado en la fachada.

   Daniela estaba bajo aquel letrero. Erguida, con un pie sobre el escalón que había en la entrada y otro fuera. Miraba el reloj en su móvil, eran las seis de la tarde. Su cara bien maquillada y tapada con unas de esas enormes gafas que se llevan ahora, tras las gafas había varias horas de sueño perdidas y bien disimuladas. Perfumada, el pelo bien planchado y acondicionado, sus vaqueros de la suerte y su sudadera de las resacas. La noche había sido larga, la fiesta se había prolongado hasta el amanecer, los nervios le atenazaban ahora el estómago, y aunque estaba allí de pie sobre un tacón plano, sus pies le pedían tregua. A pesar de todo, cualquiera que la hubiese visto entrar en Mediodía aquella tarde, sólo habría recordado ver una preciosa sonrisa.

   Respiró hondo y entró decidida. El gesto fue muy sencillo, y aún así, aunque ella no se lo hubiese propuesto, pareció mil veces ensayado: Con un movimiento de cabeza se retiraba el pelo, la mano derecha se hacía con las gafas, sus labios sonreían y su voz saludaba. No había ráfagas de viento en ese lugar, aunque ella parecía moverse inmersa en una de ellas.
   La parte más inocente e ilusa de Daniela esperaba allí a un chico de su misma edad, de ojos claros y mirada risueña, sentado en una de las mesas y con gesto cansado. Esperaba que la reconociese nada más verla, que le confesase la ilusión que le hacía encontrarla. Esperaba un abrazo, una cita e incluso un flechazo... Sólo que Daniela no sólo era inocente e ilusa, su parte más experta de la vida le decía que allí no habría nadie, ni nunca lo habría habido.

   Efectivamente, y sin contar a una anciana que estaba al final de la barra, allí no había nadie. Entonces habló la parte esperanzadora de Daniela y dijo algo como: “tranquila, aún falta hora y media para el atardecer...”.

   - Hola. Buenas tardes, me pone un café con leche, con hielo y...
   - Con baylis y dos azucarillos, ¿verdad? – Le terminó la frase el camarero que cargaba una pequeña torre de platillos. Rozaba los cuarenta a juzgar por su apariencia. Estaba calvo y lucía una ajustada pajarita que asomaba por encima de la torre de platillos.
   - Si, gracias – Sonrió con gesto de aprobación.

   Luego Daniela se sentó en la misma mesa en la que se sentó la última vez. Se le pasó por la cabeza sentarse en una de las mesas por donde pasaba aquel tren del que le habían hablado, pero desde allí podía ver más de cerca el estante de los juegos de mesa. Además, así tendría que venir el camarero a darle el café y ella podría hacerle un par de preguntas.

   Salió de detrás de la barra otro camarero más joven. Aparentaba haber cumplido la mayoría de edad no hace mucho y llevaba en la bandeja el “batido” que Daniela solía tomar. Mientras se lo ofrecía, el camarero dijo:

   - ¿Otra vez por aquí, señorita? – Sonreía sin apartar la vista del café, con la habilidad de quien atiende a decenas de clientes a la vez.
   - Si, otra vez... – Pensó una excusa rápida para abrir el tema por el que estaba allí – La verdad es que vine porque me habían dicho que hoy se suele jugar aquí a un juego de mesa que ofrece la casa. – Frase ensayada.
   - Claro, hoy toca “Gatos de Tiza”. Aunque... – Miró a su alrededor – Le va a ser difícil, porque hoy no hay mucha gente y la señora Pura – Señaló con la cabeza a la anciana - no es muy dada a los juegos. – Sonrío.

  El camarero había dejado la bandeja tras de sí y la miraba con sus pícaros ojos marrones. Iba vestido con ropa de calle.

  - Ya, bueno, se supone que he quedado con alguien, no tardará en venir. – Luego echó una ojeada premeditada de arriba abajo al camarero y preguntó - ¿Tú no te disfrazas de camarero? – Miró al camarero que había detrás de la barra.
  - En realidad he acabado ya. – Se le escapó un suspiro de alivio que intentó enmascarar con un carraspeo y con un perfeccionado: - ¿Desea algo más la señorita?
   - No, gracias

   El camarero se dio la vuelta cuando a Daniela se le pasó por la cabeza que debía de aprender a jugar a Gatos de Tiza antes de que viniera su enigmático amigo, y además, podría averiguar algo sobre él antes de que apareciese.

   - Perdona – El camarero se dio la vuelta.
   - ¿Si?
   - ¿Podrías enseñarme a jugar al juego de mesa de hoy?
   Se lo pensó, aunque otra vez quiso enmascarar su reacción y, cortésmente, dijo:
   - Claro, aunque le advierto que seré breve, mi autobús saldrá pronto.
   - No te preocupes, aprendo rápido – Mintió. Aprendía rápido, pero no cuando llevaba la sudadera de las resacas.
   - Ahora vengo.

   El camarero desapareció por detrás de la barra. Luego el móvil de Daniela vibró justo cuando a ella la pilló mezclando azúcar con baylis con café y leche. Era un whatsapp que decía:

“Ya te vale!!, al final es la madre de Pedro quien nos está acercando al aeropuerto, y aunque no te lo creas, lleva media hora lanzando indirectas sobre niños y abuelas ilusionadas con su primer nieto”

   No pudo evitar que se le escapara una risita, era Helena. Se supone que era ella quien la debía acercar al aeropuerto, y ahora, las últimas palabras antes de irse de luna de miel, las tenía que escuchar de boca de su suegra en lugar de que la despidiera su mejor amiga. Daniela respondió:
  
“Ya sabes... a por el nieto!!, jajaja, estoy liada tía, ya te contaré luego. Pásalo en grande!!”

   Luego el móvil de Daniela vibró de nuevo, pero ella ya no le hizo caso. Volvía a pensar en cómo sería su enigmático amigo, los nervios volvían a hacerse presentes. De fondo sonaba Ismael Serrano.

   - Ya estoy aquí, ¿preparada? – El camarero dejó una mochila en el suelo. Traía una caja en las manos. La puso sobre la mesa. Era el juego de “Gatos de Tiza”.

   Daniela asintió y apartó su bebida. No se atrevió a tocarlo, esperó a que él lo abriera y le explicara las normas. Su corazón estaba agitado. Las palabras que había dibujadas en el cartón eran idénticas a las que había visto en el muro.

   -El juego es muy sencillo – Abrió la caja y desplegó un tablero. Era casi del tamaño de la mesa. En él había cinco líneas que se entrecruzaban formando un complejo ovillo, como uno de esos puzles que hay en el reverso de las cajas de cereales, pero mucho más complejo y colorido. - ¿habías visto esto alguna vez? – Daniela negó sin apartar la vista del tablero.
    - Bien – Sacó unas piezas de madera muy rústicas y pequeñas, del tamaño de un cacahuete y que parecían talladas a mano. Eran diez en total, cinco con forma de perro y cinco con forma de gato. Las piezas estaban pintadas del color de cada una de las líneas del tablero... y del muro. Daniela estaba embobada. – El objetivo es, lanzando este dado, ir avanzando en el tablero, hasta conseguir que tus perros de tiza, o tus gatos de tiza, lleguen hasta el final de la línea de su mismo color. Pero ¡cuidado!, si uno de los perros se cruza con un gato, el gato debe retroceder tres casillas. A cambio el que lleva a los gatos puede tirar doble cuando le salga un cinco en el dado.

   Parecía sencillo. Era como un parchís con gatos y perros. Pero había unas tarjetas con claves musicales y dos pequeñas pizarritas en cada extremo del tablero. Al lado de cada una de ellas había dibujado un perro o un gato con gesto pensativo y una tiza en la mano. Daniela señaló una de las pizarras y preguntó:

   - ¿Y esto?
   - Bueno, cada vez que uno de los dos llegue hasta el final, podrá dibujar la línea de un pentagrama con el color de tiza con el que haya conseguido llegar. – Sacó una pequeña cajita de madera oscura, muy simple, y le enseñó tizas de los cinco colores. Daniela volvió a sonreír encantada. – Quien haya completado las cinco líneas, debe probar suertes y dibujar una de estas tres claves musicales. Si acierta la clave que el otro jugador tiene, gana – Los ojos del camarero volvían a rezar, como hicieran en otra ocasión: orgullo.
   - ¡Es genial! – Daniela no podía asimilar tantas coincidencias, parecía que todo estuviese hecho para ella. Su rostro desbordaba una amplia sonrisa. Apenas había tocado el batido.
   - Pues si ya sabe cómo se juega, he de irme señorita. – El camarero parecía inquieto, debía de tener prisa, además, ese último “señorita” no le había salido por cortesía. Lo decía con un poco de resignación e impaciencia. Pero Daniela no lo vio, a penas si lo había visto a él. No había apartado la vista de aquel juego de mesa y de sus recuerdos... aquel muro, aquella vez en que sintió como el firmamento se iluminaba para ayudarla a alumbrar su particular y oscuro cielo... ahora aunaba todas esas emociones y la desbordaban. Volvió a la realidad y dijo:
   - Una cosa más, ¿suele venir ahora un poco más tarde, mucha gente a jugar al juego?
   - Sí, claro. Aunque no lo parezca, este juego tiene fama, parece cursi, pero añádele apuestas y alcohol y no tendrá nada que envidiarle a una timba de póker – Empezó a guardar las fichas y el tablero – El que nunca falta es el hijo de Don Morillas y sus amigos.
   - ¿Don Morillas, el profesor Don Morillas?
   - Sí
   - Vale, muchas gracias, en serio, dejaré una buena propina por tu explicación.
   - A ti, señorita. – El camarero cogió su mochila, se acercó a la barra, le dio un abrazo largo y entrañable al otro camarero, cogió una maleta que había tras la barra y se marchó.

   Daniela no quitaba ojo del juego de mesa, era increíble, alguien a quien no conocía había hecho por ella, más de lo que había hecho nadie a quien conociera. Empezaba a encajar todo de nuevo, el hijo del huraño Don Morillas: eso explicaría el que nunca se cruzara con él, tal vez iba y venía con su padre del colegio, tal vez su padre le daba clase en casa y no tenía porque ir al colegio. Empezó a hacer memoria: Don Morillas le dio clase a su hermana, tal vez su amigo enigmático estaba en la clase de su hermana. Hizo un repaso rápido por todos los amigos de su hermana... todos descartados, ninguno de ellos podrían haber hecho tal genialidad, ellos siempre estaban demasiado ocupados haciendo caballitos con sus motos y gastando las aceras de su botellódromo particular: cualquier plaza donde la luz de las farolas hubiese sido apedreada.

   Evadió esa última idea y repasó mentalmente las reglas del juego: Cada uno parte con cinco perros o gatos y la ficha de una clave musical. El objetivo es llegar hasta la otra parte del tablero, si un perro se cruza con un gato este último retrocede tres casillas. Los gatos tiran doble cuando sale cinco en el dado. Cada vez que un gato o un perro llegue al final, se dibuja una línea del pentagrama en una pequeña pizarrita y cuando llegan los cinco se prueba suertes dibujando una de las tres claves musicales. Si aciertas, ganas. Pero... ¿qué pasa si no aciertas? Fue un pequeño detalle que se le olvidó mencionar.

    Su móvil vibró varias veces más, el líquido de su batido había hecho suyo los hielos que antes flotaban, la anciana le había mirado con gesto melancólico, y el camarero, de ojos vidriosos, había perdido su vista. Pero Daniela no se percató de nada de eso. De fondo sonaba Norah Jones y en sus adentros sonaba un: “¿y qué pasa si no aciertas?”

   La puerta se abrió. Daniela se irguió en la silla. Entraron dos jóvenes, uno de ellos era alto y guapo, saludó con un ademán al camarero (que de repente encontró, sobresaltado, su vista) y éste le devolvió el saludo. Ambos se sentaron en una de las mesas cicatrizadas por la vía del trenecito y pidieron un “lo de siempre”. No pasó ni un minuto cuando uno de ellos, el menos agraciado, se levantó y fue al baño. El otro chico, al que la parte más ilusa de Daniela había señalado como su incógnito amigo, tecleaba despreocupado en su móvil. Era moreno, de pelo corto y con una de esas crestas de ahora, sin gomina. Con barba de unos pocos días, mentón pronunciado, ojos oscuros y buena complexión.

   Daniela se armó de valor y se levantó, estaba dispuesta a contarle todo desde el principio al más mínimo atisbo de esperanzas de que fuera él. Pensaba ir allí, preguntarle por los juegos de mesa, hacer creer que no tenía ni idea, sacar alguna indirecta sobre el atardecer e incluso había pensado ir con una tiza y dibujar una línea ondulada en su mesa. Sería el particular saludo con el que se conocieron hacía años. Sólo que no sabía con certeza que fuera él. Sí, debía ser él. ¡Seguro!. Iba pensando todo eso mientras se acercaba. Pasó por su lado y entonces escuchó un ruedecito en la barra, se dio la vuelta. Era el camarero cargando el famoso tren. Uno, dos y tres vagones... un momento... “¿y ese tercer vagón?, ¿¡Por qué cojones...!?...” Se acercó aún más al vagón para comprobar lo que había visto. Luego, cuando se puso en marcha siguió al tren con la mirada. La vida le había dado otro motivo para volver a dejarla plantada, con la boca abierta y en forma de “O”. Parpadeó, fue a decir algo, pero no dijo nada. Echó la vista a su mesa, al fondo, luego al camarero que la miraba con gesto interrogativo y de nuevo fue a decir algo:

- ... – Iba a decir un nombre, pero se acordó de lo tonta que había sido... no tenía ni un nombre que decir. – Perdone, el otro camarero, ¿Dónde...? ¿Dónde se ha ido?

   El hombre calvo miró su reloj, era de bolsillo, de esos antiguos, y respondió con un deje de pesadez:

   - A estas horas ya habrá salido su autobús a Madrid. ¿Por qué lo pregunta?
   - ... – Se maldijo cien veces justo después de escuchar “Madrid” – Y... dígame, el juego de Gatos de Tiza... Lo inventó él, ¿verdad?
   - Como casi todos los que hay aquí- Respondió el joven que había sentado. – Otra cosa no, pero imaginación tiene un rato.

   Daniela no quiso escuchar una palabra más, se dio la vuelta sin tan siquiera respirar y se dispuso a coger sus cosas e irse. Se acercó a la barra al volver y pagó el café-batido que no bebió.

   - Perdone otra vez, ¿Sabe cuándo volverá?
   - Pues supongo que volverá a visitar a su familia dentro de no mucho. Pero como están las cosas... quién sabe. Es que le ha salido curro allí en Madrid, y no sabes cuanta falta le hacía algo así a su familia.
   - Y si no es mucho preguntar, ¿Cómo se llamaba?
   - Iván  
   - Gracias... tome, quédese con el cambio

   Antes de poner un pie fuera de Mediodía, volvió a echar un vistazo más al tercer vagón que, la primera vez que había estado allí, Iván le había dicho que pintó. En él, en una de las esquinas inferiores se podía ver las letras cursivas: “P.T.”
   Al menos Daniela ya sabía la respuesta a su: “¿y qué pasa si no aciertas?”. Si no aciertas – respondió para sí misma – Si no aciertas sales de Mediodía sola y vuelves a intentarlo... hasta que pierdas. Se puso las gafas de sol y empezó a caminar calle abajo. No sabía cómo, pero no tenía intención de dejar esta historia así. De momento sus pies volvían a gritar tregua y sus pasos seguían sin hacerle caso.


lunes, 5 de noviembre de 2012

GATOS DE TIZA. Capítulo 4



   A las doce horas, cuarenta y seis minutos y doce segundos del día veintinueve de enero de dos mil doce, un abejorro azul de la madera, de la familia de los Apidae, revoloteaba en la entrada de la Iglesia de San Francisco de Asís esquivando los granos de arroz que en ese mismo momento lanzaban los familiares y amigos de los recién casados: Helena y Pedro Tornay. A la misma hora, en uno de los confesionarios, el padre Andrés escuchaba con una mordaz sonrisa el desliz que el panadero de su mismo barrio había tenido con la profesora de inglés. La cual, no muy lejos de allí y en ese preciso instante tenía un orgasmo provocado por el señor Idelfonso de la Cruz, zapatero de profesión e infiel de afición.

   Justo un segundo después, cuando el abejorro era golpeado por un grano de arroz, los novios se besaban, el sacerdote perdonaba los pecados del panadero y la señorita de inglés, desnuda y sudada, volvía a arrepentirse de lo que había hecho... Daniela arrugaba una invitación de boda y resoplaba; y lo hacía por qué ya había decidido lo que haría seis horas después.

   Seis horas después, cuando la boda ya había pasado al salón de baile y los novios estaban saludando a cada uno de los presentes, haciendo tiempo para el último baile, Pedro se acercó a saludar a Daniela. Ese era el momento, a pesar de lo forzado de la situación, ella llevaba varios años esperando, y no estaba dispuesta a esperar ni un segundo más. Recordaba haberse perdido tantas veces en ese laberinto de recuerdos de imágenes, dibujos y líneas pintadas en un muro, intentando imaginar al niño que un dio la intrigó, que le parecía imposible estar ahora frente a él. Después de haber encajado las piezas del puzle que se le había dejado oculto, le fastidiaba que fuera ese fanfarrón y egoísta recién casado el autor de algo que ella recordaba tan bello... Cómo podía ser que aquella persona que tan mal le caía fuera el niño que un día la hizo llorar a ella y a las nubes, dentro y fuera de un coche.

   - Pedrito, Pedrito... enhorabuena – Le dio dos besos. Su corazón estaba acelerado pero bien disimulado. No era la primera vez que lo veía, ya había sido víctima de su, no muy grata compañía, en otras ocasiones.

   - Gracias, Daniel, - La llamaba así, sabía que le molestaba y eso parece que le hacía feliz – ves, te dije que al final engañaría a alguna. – Le sonrío con esa sonrisa tan ensayada, esa sonrisa que era tan fea como ver a alguien morderse las uñas de los pies.

   - Si, bueno... tú siempre consigues lo que te propones, ¿no es eso lo que siempre dices?

   - ¿Hueles eso? – Hizo un gesto como si olfateara a su alrededor, lo cual sonrojó a Daniela al creer que se refería a ella. – ¿Huele a sarcasmo? o se me figura a mí...

   - Dios mío que tonto eres a veces. – Daniela no sabía cómo decirle que era ella la chica con la que hablaba cuando era pequeño, aún ni estaba segura que fuera él (esa era la esperanza que albergaba). Se le vinieron a la mente todos los dibujos a través de los cuales se comunicaban. Recordó en un instante aquella sensación, de niña, que sentía al ver esas líneas cruzándose con la suya. Daniela se había sentido por aquel entonces como una estrella que alumbraba sola el firmamento, y al ver aquellos dibujos fue como si empezaran a iluminarse otras estrellas a su alrededor y le ayudaran a adornar el cielo.
Pedro la sacó de su ensimismamiento diciendo:

   - ¿Sólo a veces? – Volvía a estropear aquel salón de baile con su sonrisa.

   - Siéntate Pedro, voy a contarte algo importante.

   Él se sentó y cuchicheó:

   - Si me vas a decir que te has enamorado de mí.... siento decirte que llegas tarde – y vuelta a ensuciar el panorama con esa sonrisa que Daniela no sabía cómo Helena era capaz de soportar.

   - Va, no digas tonterías – Optó por la vía más discreta y dijo: - ¿Te suena de algo “Gatos de tiza”? – Los ojos como platos de Daniela esperando la respuesta estaban tan abiertos como lo estuvieron hace años mirando el muro ocho mil ciento noventa y dos.

   - ¡Claro que me suena!

   Daniela dijo un:

   - Aham... – Su mente soltó un “¡¡mierda!!” y su corazón hizo un “¡¡Crack!!”.

   - Yo soy un experto en Gatos de Tiza, es más, estás delante del actual campeón – sonrió. Daniela ya no reparaba en esa cosa tan fea que le colgaba a Pedro de la cara.

   - ¿A qué te refieres?

   - Al juego de mesa al que se juega en la cafetería Mediodía todos los meses, creo que el veintinueve o treinta de cada mes – Frunció el ceño - ¿A qué te referías tú? – Daniela recordó haber visto varios juegos de mesa en la cafetería, eran juegos que se les ofrecía a los clientes, dependiendo del día del mes se jugaba a uno distinto.

   Ella dijo:

   - A nada... – Pero su mente dijo “¡¡Yeah!!” y su corazón dio un suspiro de alivio.
Daniela se levantó sin decir más, sacó el móvil de ese bolsito tan mono que iba a juego con el vestido verde palabra de honor que llevaba y vio que hoy era veintinueve de enero. Como si no lo supiera ya. Luego ató cabos: Pedro no era el misterioso amigo de su infancia. Resulta que su amigo le había citado a ella en una cafetería donde cada día treinta se ofrecía a sus clientes un juego de mesa con su nombre... esa era la clave, tendría que ir allí al día siguiente y ver cuál sería la próxima pista. Se sentía como la detective que nunca fue, casi se le escapa un “elemental, querido Pedro...”, pero como habría mentido con lo de “querido”, no dijo nada. Luego se giró hacia donde había dejado a Pedro con la palabra en la boca y le preguntó:

   - Pedrito, dime: ¿cómo se juega a Gatos de tiza?

   - Pues es muy fácil, es como una especie de ajedrez cuyas piezas son tizas. Se juega por parejas, uno hace de gatos y otro de perros. De ahí el nombre.

   - ¿Perros?, ¿Perros de tiza? – Pedro asintió con la cabeza. Daniela lo veía ahora claro: P.T. significaba perros de tiza, ese fue el primer dibujo que su enigmático amigo dejó en el muro, ¿cómo había estado tan ciega?
En ese momento volvió a sentir aquellas luces del firmamento que la ayudaban a iluminar el cielo cuando nadie lo miraba. Daniela se fue y, tras de sí, Pedro le dijo:

   - Oye Daniel – volvió a estropear el paisaje sonriendo – ¿Nos llevarás mañana al aeropuerto a mí y a Helena? nuestro avión saldrá a las ocho de la tarde.

   - ¿Al atardecer?, no podré, mañana tengo planes – Se fue y antes de irse dijo algo que habría creído no tener que decir nunca y luego algo que debió haber dicho hace mucho:
  
   - Gracias y... Pedrito...

   - ¿Si?

   - Tápate esa sonrisa tan fea por favor




domingo, 4 de noviembre de 2012

ALEGATO DE RENDICIÓN



   La diferencia entre tú y yo, es que yo sé que he perdido.

   Será otro, si, será otro quien te cuente los rincones de tu piel. Será otro.
Hablarán de ti otros, de los callejones sin salida que levantabas bajo las sábanas.
Reirás, si, reirás con otros y tu magia la probarán otros.

   Pero no habrá ningún otro que sea capaz de verse frente a una hoja en blanco a admitirte que perdió. No habrá ningún otro que sea capaz de echarte tanto de menos y no muera en el intento. No tendrás el lujo de conocer a nadie que se pase las noches en vela midiéndose las cicatrices que tu pelo le dejó. Créeme, ese seré yo.

   He perdido, pero antes de salir de lo que fue nuestra aventura dejé entrar a la lluvia, para que hubiese alguien esperando cuando decidieras irte sola. Repiqueteo de transparentes contra sombras cargadas de asfalto, así cae la lluvia hoy.
   Me creí capitán de mi único barco y sólo encontré fracaso. He perdido, si, y con mi derrota vendrán mejores. Serán otros los que ganen, serán otros los que celebren mil victorias entre tus mil jadeos y mil amores. Serán otros los que enciendan velas, regalen flores, caricias, piropos, orgasmos y demás obras de arte.

   Pero no habrá ningún otro que te guarde las heridas, las mime y diga que son tan bonitas como son las estrellas. Porque si, son tantas como ellas, pero no son ninguna cuando te tengo cerca. No conocerás a nadie que te dice que te quiere cuando ya no tienes sonrisas que rimen con esas palabras. Créeme, ese seré yo.

   Serán otros los que te cuenten historias, mejores que las que te contaba yo.
   Pero sólo habría sido yo con quien habrías hecho historia. Créeme, ese, habría sido yo.

Y dejo de escribir de ti cuando:
Traspasan unas gotas de agua por el cristal de mi habitación
caladas hasta los huesos de miedo,
me dicen que han visto el mundo entero
y que el mundo está ciego,
que el viento llora notas de final y recuento
y nadie las oye,
que las tormentas traen ráfagas de frío que hablan de amor
pero que ya nadie tirita,
porque ya nadie las siente.
Me dicen que vieron en la sombra de un rayo suicidarse al romanticismo
que decía que ya no rimaba con nada,
que había perdido la piel en los ojos de la última hada.
Me cuentan que la tierra huele a desgracia
y que huele a justicia clamada,
pero ya nadie la huele,
porque la gente sabe que duele.
Que ellas están cayendo sobre nosotros
dejándose la vida para enviarnos su último mensaje,
que se juegan la vida para decirnos:
Rendíos a vosotros mismos,
amad,
No alcéis ni la voz ni las banderas. Alzad vuestros corazones y hacedlo sin fronteras.

Sin más... las gotas se secaron.
Y éstas palabras suyas, y otras tantas que el viento nos ha regalado, creedme, vienen de los latidos de un corazón, para el que ninguno estamos preparados. 

sábado, 3 de noviembre de 2012

GATOS DE TIZA. Capítulo 3


        Daniela comió sola. Con una nota guardada con celo en su bolsillo derechoç. Si alguien se hubiese cruzado cinco minutos después con ella y le hubiese preguntado por lo que había comido, Daniela no le hubiese sabido responder, y si esa misma persona le hubiese preguntado que si lo había hecho sola, ella se habría echado la mano al bolsillo derecho instintivamente, mientras negaba con la cabeza.

   Después de comer en aquel restaurante vacío, había quedado con sus amigas. Iban a echar uno de esos cafés cuyo tema de conversación ya estaba escogido de antemano: La boda de una de ellas. Compartirían las dudas y emociones del día previo al gran momento, hablarían de la excesiva despedida de solteras que celebraron el fin de semana pasado, comentarían los vestidos que llevarían al día siguiente, se quejarían del dolor que les provocarían los zapatos y terminarían con bromas sobre casadas y bodas frustradas...
    Fue a la cafetería donde habían quedado. Estaba allí media hora antes de lo previsto. Entró casi sin mirar a ningún sitio que no estuviese perdido en la lejanía y se sentó en una de las mesas del fondo. Daniela estaba abstraída sopesando la idea de contarle a sus amigas lo sucedido, nunca les había hablado de aquella aventura con el muro ocho mil y pico. Hasta ese momento tenía pensado no contarles nada. A fin de cuentas le sería imposible, tenía un nudo en la garganta y otro nudo aún más embrollado en las palabras que había leído. Al recordar las palabras, abrió los ojos y rebuscó en su bolsillo, tenía miedo de haber perdido la nota. La encontró donde la había dejado y aliviada, volvió a leerla:
  
   Te marchaste sin decir adiós. Sé que es una tontería... – Aquí Daniela se detuvo y sonrió. Recordaba haber encontrado la palabra “tontería” en uno de los cuentos sin tener mucho que ver con lo que allí se contaba. Se notaba el haberla metido a propósito. - ...pero si encuentras esto, podrás encontrarme en Mediodía, el treinta de cada mes al atardecer.

   Daniela volvió a guardar la nota en uno de los bolsillos de su chaqueta y pidió un café con leche, con hielo, con baylis y con dos azucarillos. El haber tenido que recitarle el pedido al camarero la sacó por un segundo de su abstracción y se fijó en aquel lugar: Era una cafetería un tanto rústica, todo hecho de madera, una chimenea al fondo, a su derecha. Las paredes estaban llenas de libros, juegos de mesa e instrumentos de música. En el techo colgaba un dulcémele y había una especie de mini vías de tren a lo largo de toda la barra. Las vías pasaban por la barra hasta acabar en los laterales del bar, luego surcaban toda la pared por una especie de anaquel tallado en madera oscura. A veces la vía pasaba por mitad de algunas de las mesas del lugar, pero la suya no era una de las afortunadas. Cuando vino el camarero y vio a Daniela siguiendo con la vista las vías del tren le explicó que por allí pasa un trenecito eléctrico que lleva los cafés a la gente que se sienta en alguna de esas mesas. Señaló algunas esparcidas por todo el espacio y luego explicó que aquel día el tren estaba averiado.

   – Es genial – Respondió Daniela maravillada. En el brillo de sus ojos no sólo se reflejaba la emoción de aquel lugar sino todas las emociones con las que se había tropezado aquel día.
   – Si, y no es por fardar, pero si algún día vuelve por aquí y el trenecito está arreglado, fíjese en los vagones, yo mismo los pinté – Los ojos profundamente marrones del camarero hablaban de orgullo, pero Daniela no los vio. Estaba volviendo a confirmar en el móvil que hoy, como si no lo supiese ya, era veintiocho de enero.

   No mucho tiempo después llegaron las amigas de Daniela. Se saludaron fervientemente, se dijeron lo guapas que estaban, preguntaron a Daniela si llevaba mucho tiempo esperando, tomaron un cortado, dos con leche y un Nestea. Como dije, la conversación ya estaba escrita antes de abordarla, aún así, aquella mesa derrochaba entusiasmo y alegría. Al no mucho tiempo después se levantaron de allí cada una con una invitación de boda personalizada. Lo normal era haberlas tenido mucho antes, y el caso es que las tenían. Pero esas eran personalizadas para cada una de las mejores amigas de Helena.
   Salieron de la cafetería y comenzaron a andar. Antes de perderla de vista, Daniela se detuvo un momento quedándose rezagada, y volvió a confirmar, como hiciera antes, el letrero de la cafetería: tallado en gruesa madera y en total armonía con la fachada, rezaba: “Mediodía”

   Luego volvió a mirar la invitación de boda, como si no supiera de memoria lo que ponía justo después del nombre de Helena, estaba escrito el de su prometido: “Pedro Tornay”. Daniela suspiró intentando deshacerse del nudo que le atenazaba su interior. «Pedro Tornay encaja perfectamente con las iniciales P.T.» recordó desconsolada.
  
   Alivió y alcanzó a sus amigas. Eran cinco, pero Daniela caminaba sola. 



viernes, 2 de noviembre de 2012

GATOS DE TIZA. Capitulo 2



      Daniela y sus veintidós años estaban delante de aquel muro transformado en un improvisado pentagrama. Las cejas levantadas, los ojos abiertos como platos y la boca... la boca no podía verla, pues la tenía tapada con una de sus manos, pero apuesto a que la tenía abierta.

   «Es una canción», repitió para sí misma. Luego echó un vistazo a ambos lados de aquella larga travesía,  no había nadie. Miró su reloj y las manijas le hicieron saber que aún le quedaba más de hora y media para llegar a la cafetería donde había quedado con sus amigas. Al día siguiente sería la boda de una de ellas.

   Cogió su móvil, se conectó a internet e hizo lo que cualquiera hubiese hecho: buscar en Youtube, Google y Spotify algún rastro de la canción. Sólo encontró una referencia en Google, en la web de la Casa del Libro encontró un libro de cuentos con el mismo título que la canción: Gatos de tiza. Pensó que no podía ser una mera coincidencia, así que ahora solo tenía que consultar el nombre del autor y todo sería más fácil, con suerte lo encontraría en Facebook. Buscó el nombre y sólo encontró sus iniciales, como una especie de pseudónimo, estaban enmarcadas en negrita las letras de: P.T. Su fortuna había pegado un volantazo.

  «¿P. T.?» Se preguntó Daniela. «¡P. T. puede ser cualquier cosa!». Luego empezó a pensar en cosas absurdas que pudieran empezar por P.T. «Patos Tuertos, Pelotas Trotamundos, Pura Tontería, ¡Puta Mierda!, ah no, esa no vale...» Se dio cuenta de lo que hacía, sonrió y siguió pensando que podría hacer.

   Mientras el buscador de su móvil buscaba librerías cercanas, ella se dedicó a pasear su mirada por aquel muro. Estaba asombrada, aquellas líneas eran exactamente como las recordaba, aquel que se hiciera llamar P.T. debió haber estado repasando las líneas con tiza cada vez que lloviese, cada vez que alguien las borrase... Seguramente lo hizo hasta que se cansó de esperar y las bordó con espray. Era como ver un fragmento de su infancia allí plasmado, inexorable, inalterado, increíble.

   Se le ocurrió una idea, no muy brillante, pero si lo suficiente tediosa como para no hacer que se perdiera en la intriga y la impaciencia. Sacó una agenda plagada de cumpleaños de amigas, fechas de exámenes y caritas sonrientes. La abrió por el final y en unas hojas en blanco empezó a dibujar el pentagrama con todas sus notas. La tarea parecía sencilla, pero se alargó más de lo que había previsto. Llevaba tan solo la mitad y ya había pasado casi media hora. Decidió dejarlo así, al fin y al cabo, viendo el espacio que tenía en la agenda, difícilmente le cabría entera.

   Miró su móvil, localizó una librería cercana. Miró su reloj otra vez y vio: 13:36, era sábado. Si se lo proponía llegaría a tiempo. Mientras montaba en el coche a toda prisa y recorría las calles de la ciudad de su niñez, Daniela hacía pasear a su memoria de la mano de su corazón por aquella tarde de lluvia gris y deleznable. La inocencia e ingenuidad de quien tenía once años se habían convertido en intriga y romanticismo para quien ahora tenía veintidós.

   Llegó a la librería, aparcó en doble fila. Preguntó directamente por el libro de cuentos Gatos de Tiza, se llevó el penúltimo ejemplar, abonó sus doce euros y salió corriendo al coche (corría con la certeza de que afuera estaría lloviendo). Se montó y condujo hasta el muro 8000 y pico. Allí, bajo la luz de un cielo raso y brillante, abrió el libro y comenzó a leer.

   Eran cinco cuentos para niños. Muy dispares y abstractos en apariencia. Iban acompañados de algunas ilustraciones infantiles y todo estaba lleno de color. Aquello no tenía sentido, se repetía Daniela mientras hojeaba y leía por encima. «No tiene sentido...»

    Busco alguna dedicatoria al principio y no vio nada. Quiso encontrar alguna ilustración parecida a los dibujos que hicieran de niños y tampoco encontró nada. Siguió releyendo. Las sospechas de que el libro no tenía nada que ver con el muro y con su primer amigo, empezaban a cobrar fuerza. Hasta que llegó al último cuento titulado: El astronauta cobarde. No fue el título lo que le llamó la atención, ni tan siquiera el cuento en sí, sino el color de sus letras: estaba escrito en un color amarillo chillón que hacía difícil su lectura. «¡Claro!, ¡Te pillé!», gritó Daniela.

   Sacó su agenda y se fue a las últimas páginas... luego frunció el ceño y se alegro de estar cerca del muro. Necesitaba los colores de las líneas. Salió y fue recorriendo en primera instancia las notas que estaban alrededor de la primera línea, estaban pintadas del mismo color verde. Fue al primer cuento y efectivamente, estaba escrito en letra verde. Luego Daniela contó la posición de las notas (la sexta, la séptima, la duodécima...), asoció las notas a las palabras del cuento y fue apuntándolas en un papel a parte. «Por favor, que tenga sentido, por favor», suplicó para sí misma Daniela mientras escribía:

Te . marchaste . sin . decir . adiós . ...

   Dejó de escribir, tenía las cejas levantadas, los ojos abiertos como platos y la boca... la boca la tenía en forma de O, ahora sí, no había mano en el mundo que tapara su asombro.