Se llamaba Helen Wane y como casi todas las
niñas de su edad, tenía un diario escondido. Al final de cada página siempre
escribía las iniciales de un nombre y después un “ojalá y estés pensando en mí”.
Siempre la misma frase, las mismas iniciales, en las muy distintas páginas que
plagaban el diario.
Helen devoraba los
libros, le encantaba leer sobre cualquier cosa, sobre todo si la historia tenía
a un personaje con un atisbo de locura, esos personajes siempre eran sus
favoritos. A veces, cuando terminaba y se quedaba con ganas de más, imaginaba
como continuaría la vida de sus personajes favoritos más allá del papel, se
preguntaba porque la parte en la que eran felices siempre era la más corta, así
que en lugar de intentar responder a esa pregunta, ella misma, a base de
imaginación y otras veces a base de papel y lápiz, se encargaba de alargar esa
parte.
Un día, cuando el otoño ya estaba a punto de
sucumbir al invierno y caía la noche, ella se armó de coraje, había estado
pensando en que haría y lo hizo. Después de decirle a su padre lo que había
decidido, se fue de casa corriendo con los gritos de él tras de sí. Se perdió
por las calles de la ciudad hasta que llegó a la casa de su mejor amiga, quería
contárselo a alguien y quien mejor que ella para hacerlo.
Su amiga tenía una
fea costumbre, solía mirar embobada el cristal de su habitación cuando
empezaban a caer las primeras gotas de lluvia, lo hacía hasta olvidarse de sus
quehaceres, y eso, en su pequeño rinconcito del mundo, era muy habitual. Un día
mientras miraba embobada, su mejor amiga la llamó desde fuera. Era Helen, que
traía el pelo empapado, las botas llenas de barro y un secreto que contar en
los ojos. Salió y fueron a un parque cercano, escondidas dentro de uno de esos
columpios con forma de tubo, Helen le contó lo mucho que le había costado
decidirse, pero que ahí estaba, dispuesta a contarle lo que sentía por alguien
a quien conocían.
Le contó que creía
escuchar un piano tras una tormenta cuando esa persona la miraba, que, a veces,
cuando estaba a solas con esa persona le temblaban las rodillas, pero no hacia
los lados como negándolo todo, sino que le temblaban de arriba abajo, convenciéndola
de que era la persona correcta. También que le encantaban sus manos, que cada
vez que las veía creía estar frente a un lago en calma, y otras en el centro de
un huracán, pero no de viento, sino de aventuras. Al final le confesó que creía
estar enamorada, que llevaba días sin apenas comer ni dormir, que no hacía más
que darle vueltas a la cabeza y que tenía que contárselo a alguien, así que por
eso estaba allí.
Luego, cuando su
respiración estuvo menos agitada y entre una de esas sonrisas cargadas de picaresca,
le contó cómo se lo había dicho todo a su padre. Le había dicho que estaba
cansada de que el final, en las historias, siempre llegase después de un montón
de problemas, y que ella no quería eso, los consideraba problemas inútiles,
sobre todo cuando sabes que el final feliz vive a dos manzanas de ti, le intentó
explicar cuando se marchó. Pero su padre, como había imaginado, no estaba para
escuchar sandeces de una adolescente, él ya tenía sus propios problemas que
resolver, la mayoría de ellos encerrados en facturas u otros papeles tanto o
más aburridos.
- También he traído
esto – Dijo sacando el diario de debajo de la camiseta, quería enseñarle lo
mucho que había escrito, pero primero le enseñó la portada: Era un dibujo bastante
simple de ella con un lápiz gigante que simulaba dibujarle palabras a la altura
del corazón. Mientras le explicaba como lo había hecho su padre asomó por uno
de los lados del tubo y la agarró del brazo. A Helen no se le cayó en ese
momento el diario... ella lo dejó caer.
Se la llevó de
allí arrastras y gritándole. Su amiga no sabía qué hacer, esperaba que la
bronca no fuera tan grande y que al día siguiente, en el instituto, le pudiese
devolver el diario.
Helen podría haber
vuelto a casa sin problemas si su padre no hubiese estado cabreado, si sus
gritos no hubiesen llamado tanto la atención o si, aunque hubiese sido por un
segundo, la pistola del atracador que los detuvo de camino a casa, se hubiese
quedado encasquillada. Pero no lo hizo; sus cuerpos yacieron en el adoquinado,
su sangre contaminó el agua y sus muertes apagaron la noche.
Sarah Wheeler, la
amiga de Helen, nunca pudo devolverle el diario y al enterarse de lo ocurrido,
juró no invadir su intimidad y no lo leyó. Nunca supo que fueron sus iniciales
las que descansaban al final de cada página, ni tampoco nunca se admitió a sí
misma lo mucho que le temblaron las rodillas a Helen aquella noche.
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