martes, 8 de enero de 2013

EL FINAL FELIZ VIVE A DOS MANZANAS DE TI

   Su abuela fue la primera maquinista de toda Nueva Orleans en descarrilar un ferrocarril, su madre fue profesora de Historia de la Química en la universidad de Priston, la universidad de Limerick, en Irlanda, y por último en la universidad de Oxford, así que ella, hizo lo propio, lo que cualquiera habría hecho para no defraudar la historia familiar: Fue demasiado rápido en la química del amor, tan rápido que descarriló.
   Se llamaba Helen Wane y como casi todas las niñas de su edad, tenía un diario escondido. Al final de cada página siempre escribía las iniciales de un nombre y después un “ojalá y estés pensando en mí”. Siempre la misma frase, las mismas iniciales, en las muy distintas páginas que plagaban el diario.
    Helen devoraba los libros, le encantaba leer sobre cualquier cosa, sobre todo si la historia tenía a un personaje con un atisbo de locura, esos personajes siempre eran sus favoritos. A veces, cuando terminaba y se quedaba con ganas de más, imaginaba como continuaría la vida de sus personajes favoritos más allá del papel, se preguntaba porque la parte en la que eran felices siempre era la más corta, así que en lugar de intentar responder a esa pregunta, ella misma, a base de imaginación y otras veces a base de papel y lápiz, se encargaba de alargar esa parte.
   Un día, cuando el otoño ya estaba a punto de sucumbir al invierno y caía la noche, ella se armó de coraje, había estado pensando en que haría y lo hizo. Después de decirle a su padre lo que había decidido, se fue de casa corriendo con los gritos de él tras de sí. Se perdió por las calles de la ciudad hasta que llegó a la casa de su mejor amiga, quería contárselo a alguien y quien mejor que ella para hacerlo.
   Su amiga tenía una fea costumbre, solía mirar embobada el cristal de su habitación cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia, lo hacía hasta olvidarse de sus quehaceres, y eso, en su pequeño rinconcito del mundo, era muy habitual. Un día mientras miraba embobada, su mejor amiga la llamó desde fuera. Era Helen, que traía el pelo empapado, las botas llenas de barro y un secreto que contar en los ojos. Salió y fueron a un parque cercano, escondidas dentro de uno de esos columpios con forma de tubo, Helen le contó lo mucho que le había costado decidirse, pero que ahí estaba, dispuesta a contarle lo que sentía por alguien a quien conocían.
   Le contó que creía escuchar un piano tras una tormenta cuando esa persona la miraba, que, a veces, cuando estaba a solas con esa persona le temblaban las rodillas, pero no hacia los lados como negándolo todo, sino que le temblaban de arriba abajo, convenciéndola de que era la persona correcta. También que le encantaban sus manos, que cada vez que las veía creía estar frente a un lago en calma, y otras en el centro de un huracán, pero no de viento, sino de aventuras. Al final le confesó que creía estar enamorada, que llevaba días sin apenas comer ni dormir, que no hacía más que darle vueltas a la cabeza y que tenía que contárselo a alguien, así que por eso estaba allí.
   Luego, cuando su respiración estuvo menos agitada y entre una de esas sonrisas cargadas de picaresca, le contó cómo se lo había dicho todo a su padre. Le había dicho que estaba cansada de que el final, en las historias, siempre llegase después de un montón de problemas, y que ella no quería eso, los consideraba problemas inútiles, sobre todo cuando sabes que el final feliz vive a dos manzanas de ti, le intentó explicar cuando se marchó. Pero su padre, como había imaginado, no estaba para escuchar sandeces de una adolescente, él ya tenía sus propios problemas que resolver, la mayoría de ellos encerrados en facturas u otros papeles tanto o más aburridos.
   - También he traído esto – Dijo sacando el diario de debajo de la camiseta, quería enseñarle lo mucho que había escrito, pero primero le enseñó la portada: Era un dibujo bastante simple de ella con un lápiz gigante que simulaba dibujarle palabras a la altura del corazón. Mientras le explicaba como lo había hecho su padre asomó por uno de los lados del tubo y la agarró del brazo. A Helen no se le cayó en ese momento el diario... ella lo dejó caer.

    Se la llevó de allí arrastras y gritándole. Su amiga no sabía qué hacer, esperaba que la bronca no fuera tan grande y que al día siguiente, en el instituto, le pudiese devolver el diario.
   Helen podría haber vuelto a casa sin problemas si su padre no hubiese estado cabreado, si sus gritos no hubiesen llamado tanto la atención o si, aunque hubiese sido por un segundo, la pistola del atracador que los detuvo de camino a casa, se hubiese quedado encasquillada. Pero no lo hizo; sus cuerpos yacieron en el adoquinado, su sangre contaminó el agua y sus muertes apagaron la noche.

   Sarah Wheeler, la amiga de Helen, nunca pudo devolverle el diario y al enterarse de lo ocurrido, juró no invadir su intimidad y no lo leyó. Nunca supo que fueron sus iniciales las que descansaban al final de cada página, ni tampoco nunca se admitió a sí misma lo mucho que le temblaron las rodillas a Helen aquella noche. 

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