Tía Rosa vivía
sola, decía que los hombres eran hoy en día tan blandos que no aguantarían a
una mujer, con tanto garbo como ella, ni dos mañanas. Iván no sabía que
significaba tener garbo, suponía que era como su tía llamaba a sus collejas,
que si algo le sobraba era eso, collejas.
Ella siempre tenía
un televisor encendido en la casa para tener con quien discutir. Solía llevar la
cara pintada y tenía un moño tan apretado que hacía que pareciese tener las
cejas levantadas a todo momento.
Cuando Iván llegó a
casa de su tía sabía cuál sería su recibimiento: dos collejas y una regañina
por haber tardado tanto. Se equivocó... fueron tres collejas y regañina y
media. Su madre no estaba allí, y eso le dolió más a Iván que todo los “garbos”
de su tía juntos.
Preguntó por ella,
pero su tía no sabía nada.
A la mañana
siguiente su madre apareció por allí, decía que volvía a estar sola y tras una
conversación en una habitación a puertas cerradas, su hermana la convenció para
que se quedara allí unos días. Ni que decir tiene que con tía Rosa cerca, aquel
lugar parecía tan inexpugnable como un castillo.
Iván volvió a ir a
clase, estaba acostumbrado a esas idas y venidas pero sus compañeros no, y los
que fueron sus amigos, si algún día los tuvo, caducaron con el tiempo, como los
yogures. Estaba solo, aunque por la tardes tenía a un nuevo amigo de gruesa
barba y perneras arremangadas.
Estaba deseando
escuchar el timbre del colegio para ir corriendo a escuchar la melodía del
Arremangado. Después, mientras él se ganaba el pan de algunos días, Iván solía
ir al muro donde pasó aquella noche, no sabía cómo, pero las tizas habían
aprendido a andorrear por el gris del muro incluso dibujando formas. El primer
dibujo, después de unos días y cinco líneas onduladas entrecruzándose, fue un
gato, así que él, con las tizas que le iba dando el mendigo, dibujaba y le
seguía el juego. Con el paso de los días el gris quedó plagado por sus dibujos.
Cuando llovía, él
se entretenía repasando sus creaciones, e incluso una vez embaucó al
Arremangado para que fuera a verlo, y cuando lo vio lo calificó como “un
magnífico horizonte”. Él siempre hablaba de forma abstracta, sobre todo de aquello
que le importaba: a las palabras las comparaba con las olas de un pirata, a la
comida con el viento de una orilla y a su armónica con las alas de cualquier
persona que cuando nadie, la veía, echaba a volar. Así que, el que llamara a
aquellos dibujos hechos con tanto cariño por Iván y alguna que otra tiza con
ansias de aprender a caminar demasiado deprisa, como un magnífico horizonte,
era importante para Iván.
Además, consideraba
a aquellos dibujos con los que mantenía una rara pero bonita conversación, la
forma de comunicarse con alguien a quien Iván empezaba a considerar parte de su
vida. Como nos pasa a todos, la mejor parte de nosotros mismos, son otros. Él
tenía esa sensación, tenía la sensación de estar dibujando para su segundo
amigo, y nunca olvidó tal emoción.
Un día, de cielo
encapotado y destino caprichoso, Iván salió de casa después de comer, como
siempre, perseguido por el eco de la voz de su tía, que aunque dijera algo como
“cuídate” o “llévate el abrigo”, parecía una regañina, Iván se fue a visitar al
Arremangado, como no estaba en su lugar habitual, se fue directamente al muro,
sabía que el viejo mendigo pasaba largo tiempo charlando con la joven librera
de la acera de enfrente, así que se fue a dibujar para hacer tiempo. Estuvo un
buen y oportuno rato frente al muro. Estaban empezando a caer las primeras
gotas de lluvia, así que razón de más para quedarse allí e intentar repasar los
dibujos que fueran degradándose.
Mientras miraba al
muro, de espaldas al asfalto de la carretera, una gota tan enorme como un
pulgar cayó sobre el ojo del gato del primer dibujo. Iván no esperó a que
amainara y por acto reflejo fue a repasar aquel trazo, de no haberlo hecho, se
habría girado al ruido del motor del coche donde iban montadas las manos de la
chica que pasearon tizas por aquel gris, y habría visto por primera vez a su
primera amiga, Daniela.
Después vino el
silencio del muro. Iván estaba acostumbrado a encontrarse un nuevo dibujo cada
día, y con el tiempo, al ver que sus dibujos no recibían respuesta, dejó de
pintar nada nuevo. Sólo se dedicó a repasar los trazos que iban deteriorándose,
y sólo lo hacía durante aquellas tardes que el Arremangado se las pasaba en la
librería.
Cuando le contó al
mendigo lo que había ocurrido en el muro, éste le habló de aquel horizonte con
el que lo definió la primera vez que lo vio:
- Iván, ¿te
has subido alguna vez a un lugar elevado y has perdido tu vista por entre el
horizonte? – Iván, que estaba sentado sobre una de las losas del Arremengado,
asintió. – Bien, algunos dicen que está bien lejos, otros dicen que lo ven tan
cerca que creen tocarlo. Todo depende de dos cosas: La claridad del día y tus
dioptrías – Iván sonrió y siguió escuchándole con atención, el Arremangado
hablaba pocas veces y había aprendido a valorarlas. – Bueno, pues ninguno está
en lo cierto, el horizonte da igual que esté lejos o esté cerca, lo que
importa, lo que hay que tener en cuenta es que siempre está. Siempre, Iván. No
hay manera de llegar hasta él, siempre está más allá y si quieres que vuestros
dibujos no lleguen a ser efímeros tienes que...
- ¿Qué es
eso de efímero?- Interrumpió Iván
- ...son
como las monedas que caen en mi cesto, tan pronto caen...- cogió unas cuantas
del cesto y se las echó al bolsillo-...como tan pronto se van, ¿entiendes? – Él
asintió. – Tienes que tener en cuenta que el horizonte de cada uno, define el
dónde estamos, si quieres conservar la emoción que un día te provocaron esos
dibujos deberías de hacer que tu horizonte no desaparezca, ¿entiendes? – Le
guiñó un ojo y acto seguido retomó su melodía a golpe de armónica.
Iván sabía que el
Arremangado quería que siguiera repasando los dibujos para que no
desaparecieran, así que eso siguió haciendo.
Pasó el tiempo y
con él, los años. Iván tenía dieciséis cuando empezó a trabajar los fines de
semana en un bar cercano. Seguía viviendo con su madre, su tía y su garbo.
Seguía visitando al Arremangado y de vez en cuando, como hicieran algunos
músicos de la ciudad, se llevaba una guitarra recién comprada y aprendía a
tocarla a su lado. Con el tiempo adquirió habilidad y aprendió a enredar entre
sus cuerdas pasión y disciplina.
Los algo más de siete
euros que ganara Iván hacía tiempo en una apuesta con el mendigo, los invirtió
en un bote de spray, con el primer bote y algunos más que compró con lo que iba
ahorrando de su trabajo de camarero, repasó los trazos de su horizonte. Le
prometió al Arremangado que gastaría ese dinero en palabras, y aunque fueran
dibujos, para él era sólo otra forma de escribir. A las cinco líneas onduladas
las transformó en un pentagrama, un pentagrama que sirvió de fondo a la primera
canción que aprendió a componer junto con el mendigo, ambos la titularon “Gatos
de tiza”.
La tarde de un
domingo nada cualquiera, Iván estaba poniendo cafés en el bar donde trabajaba.
Le encantaba aquel lugar, y su jefe era de lo más original, hablaba de poner un
tren que le diera la vuelta al bar y sirviera los cafés, Iván no sabía si lo
decía por pereza o por creatividad, pero le gustó la idea. Ese día, entró allí
alguien que había salido de su vida hacía mucho tiempo. Entró su padre, se
sentó en la barra y pidió un cortado. No levantó la vista de sus manos, se
había dejado barba y parecía destrozado. No había visto que fue su hijo quien
se lo sirvió, aunque Iván sí que se percató de quien era. Se armó de valor, no
dejó que le temblara la dignidad ni los recuerdos, anduvo con firmeza y le
sirvió lo que había pedido. Luego, con los ojos vidriosos y llenos de rabia le
dijo:
- Papá – El
hombre que hoy era la sombra de esa palabra alzó la vista, estaba sorprendido.
– Sólo hay dos formas.
- ¡Hijo!,
¡Iván, cuanto te he echado de menos! – Se levantó del banco donde estaba
sentado.
- ¡Papá!,
escúchame – Dijo justo después de echarse hacia atrás esquivando el abrazo que
pretendía darle su padre. – Sólo hay dos maneras por las que puedes irte de
aquí: Puedes irte sin hacer ruido y sin que mamá vuelva a sufrir, o puedes...
- ¡O puedo
que! – El asombro del rostro de su padre se tornó irá de una forma tan súbita
que pareciera que se hubiese caído una careta. – ¿Acaso crees que no sé dónde
está tu madre?, ¿¡Qué no puedo ir a reclamar lo que es mío?! – Iván lo miró
asustado en un principio, con rabia después y con compasión al final.
- ¿Lo que
es tuyo?, si quieres coger lo que es tuyo coge los moratones, los insultos, los
recuerdos que hacen llorar a mamá cada noche, los golpes, las cicatrices y el
miedo... ¡Porque eso es lo único que es tuyo!, ¡Eres un pobre diablo y siento
lástima por ti!, te juro que la próxima vez que te vea haré lo que tenía que haber hecho hace tiempo, llamaré a
la policía y les contaré todo, así que ¡largo!, ¡largo de aquí! – Con el
vocerío salió el jefe de Iván de la cocina. Su padre, al verlo y ver como había
cambiado la actitud de su hijo, se lo pensó dos veces antes de abrir la boca,
se levantó, y se marchó gruñendo y haciendo aspavientos.
Entonces Iván sacó
lo que llevaba dentro: un puñado de temblores y un suspiro tras otro. Hasta que
se quedó vacío de miedo, por fin había acabado con aquel capítulo de su vida.
No sabía si volvería a ver a su padre o no, pero aún si lo hiciera, sabría qué hacer.
Ahora no estaba solo, había crecido, y no sólo en altura sino también en carácter,
palabras y espíritu.
No hay comentarios:
Publicar un comentario