sábado, 19 de enero de 2013

PERROS DE TIZA. CAPÍTULO 8




   Tía Rosa vivía sola, decía que los hombres eran hoy en día tan blandos que no aguantarían a una mujer, con tanto garbo como ella, ni dos mañanas. Iván no sabía que significaba tener garbo, suponía que era como su tía llamaba a sus collejas, que si algo le sobraba era eso, collejas.
   Ella siempre tenía un televisor encendido en la casa para tener con quien discutir. Solía llevar la cara pintada y tenía un moño tan apretado que hacía que pareciese tener las cejas levantadas a todo momento.
   Cuando Iván llegó a casa de su tía sabía cuál sería su recibimiento: dos collejas y una regañina por haber tardado tanto. Se equivocó... fueron tres collejas y regañina y media. Su madre no estaba allí, y eso le dolió más a Iván que todo los “garbos” de su tía juntos.
 Preguntó por ella, pero su tía no sabía nada.
   A la mañana siguiente su madre apareció por allí, decía que volvía a estar sola y tras una conversación en una habitación a puertas cerradas, su hermana la convenció para que se quedara allí unos días. Ni que decir tiene que con tía Rosa cerca, aquel lugar parecía tan inexpugnable como un castillo.
   Iván volvió a ir a clase, estaba acostumbrado a esas idas y venidas pero sus compañeros no, y los que fueron sus amigos, si algún día los tuvo, caducaron con el tiempo, como los yogures. Estaba solo, aunque por la tardes tenía a un nuevo amigo de gruesa barba y perneras arremangadas.
   Estaba deseando escuchar el timbre del colegio para ir corriendo a escuchar la melodía del Arremangado. Después, mientras él se ganaba el pan de algunos días, Iván solía ir al muro donde pasó aquella noche, no sabía cómo, pero las tizas habían aprendido a andorrear por el gris del muro incluso dibujando formas. El primer dibujo, después de unos días y cinco líneas onduladas entrecruzándose, fue un gato, así que él, con las tizas que le iba dando el mendigo, dibujaba y le seguía el juego. Con el paso de los días el gris quedó plagado por sus dibujos.
   Cuando llovía, él se entretenía repasando sus creaciones, e incluso una vez embaucó al Arremangado para que fuera a verlo, y cuando lo vio lo calificó como “un magnífico horizonte”. Él siempre hablaba de forma abstracta, sobre todo de aquello que le importaba: a las palabras las comparaba con las olas de un pirata, a la comida con el viento de una orilla y a su armónica con las alas de cualquier persona que cuando nadie, la veía, echaba a volar. Así que, el que llamara a aquellos dibujos hechos con tanto cariño por Iván y alguna que otra tiza con ansias de aprender a caminar demasiado deprisa, como un magnífico horizonte, era importante para Iván.
   Además, consideraba a aquellos dibujos con los que mantenía una rara pero bonita conversación, la forma de comunicarse con alguien a quien Iván empezaba a considerar parte de su vida. Como nos pasa a todos, la mejor parte de nosotros mismos, son otros. Él tenía esa sensación, tenía la sensación de estar dibujando para su segundo amigo, y nunca olvidó tal emoción.
   Un día, de cielo encapotado y destino caprichoso, Iván salió de casa después de comer, como siempre, perseguido por el eco de la voz de su tía, que aunque dijera algo como “cuídate” o “llévate el abrigo”, parecía una regañina, Iván se fue a visitar al Arremangado, como no estaba en su lugar habitual, se fue directamente al muro, sabía que el viejo mendigo pasaba largo tiempo charlando con la joven librera de la acera de enfrente, así que se fue a dibujar para hacer tiempo. Estuvo un buen y oportuno rato frente al muro. Estaban empezando a caer las primeras gotas de lluvia, así que razón de más para quedarse allí e intentar repasar los dibujos que fueran degradándose.
   Mientras miraba al muro, de espaldas al asfalto de la carretera, una gota tan enorme como un pulgar cayó sobre el ojo del gato del primer dibujo. Iván no esperó a que amainara y por acto reflejo fue a repasar aquel trazo, de no haberlo hecho, se habría girado al ruido del motor del coche donde iban montadas las manos de la chica que pasearon tizas por aquel gris, y habría visto por primera vez a su primera amiga, Daniela.
   Después vino el silencio del muro. Iván estaba acostumbrado a encontrarse un nuevo dibujo cada día, y con el tiempo, al ver que sus dibujos no recibían respuesta, dejó de pintar nada nuevo. Sólo se dedicó a repasar los trazos que iban deteriorándose, y sólo lo hacía durante aquellas tardes que el Arremangado se las pasaba en la librería.
   Cuando le contó al mendigo lo que había ocurrido en el muro, éste le habló de aquel horizonte con el que lo definió la primera vez que lo vio:
            - Iván, ¿te has subido alguna vez a un lugar elevado y has perdido tu vista por entre el horizonte? – Iván, que estaba sentado sobre una de las losas del Arremengado, asintió. – Bien, algunos dicen que está bien lejos, otros dicen que lo ven tan cerca que creen tocarlo. Todo depende de dos cosas: La claridad del día y tus dioptrías – Iván sonrió y siguió escuchándole con atención, el Arremangado hablaba pocas veces y había aprendido a valorarlas. – Bueno, pues ninguno está en lo cierto, el horizonte da igual que esté lejos o esté cerca, lo que importa, lo que hay que tener en cuenta es que siempre está. Siempre, Iván. No hay manera de llegar hasta él, siempre está más allá y si quieres que vuestros dibujos no lleguen a ser efímeros tienes que...
            - ¿Qué es eso de efímero?- Interrumpió Iván
            - ...son como las monedas que caen en mi cesto, tan pronto caen...- cogió unas cuantas del cesto y se las echó al bolsillo-...como tan pronto se van, ¿entiendes? – Él asintió. – Tienes que tener en cuenta que el horizonte de cada uno, define el dónde estamos, si quieres conservar la emoción que un día te provocaron esos dibujos deberías de hacer que tu horizonte no desaparezca, ¿entiendes? – Le guiñó un ojo y acto seguido retomó su melodía a golpe de armónica.
   Iván sabía que el Arremangado quería que siguiera repasando los dibujos para que no desaparecieran, así que eso siguió haciendo.

   Pasó el tiempo y con él, los años. Iván tenía dieciséis cuando empezó a trabajar los fines de semana en un bar cercano. Seguía viviendo con su madre, su tía y su garbo. Seguía visitando al Arremangado y de vez en cuando, como hicieran algunos músicos de la ciudad, se llevaba una guitarra recién comprada y aprendía a tocarla a su lado. Con el tiempo adquirió habilidad y aprendió a enredar entre sus cuerdas pasión y disciplina.
   Los algo más de siete euros que ganara Iván hacía tiempo en una apuesta con el mendigo, los invirtió en un bote de spray, con el primer bote y algunos más que compró con lo que iba ahorrando de su trabajo de camarero, repasó los trazos de su horizonte. Le prometió al Arremangado que gastaría ese dinero en palabras, y aunque fueran dibujos, para él era sólo otra forma de escribir. A las cinco líneas onduladas las transformó en un pentagrama, un pentagrama que sirvió de fondo a la primera canción que aprendió a componer junto con el mendigo, ambos la titularon “Gatos de tiza”.
   La tarde de un domingo nada cualquiera, Iván estaba poniendo cafés en el bar donde trabajaba. Le encantaba aquel lugar, y su jefe era de lo más original, hablaba de poner un tren que le diera la vuelta al bar y sirviera los cafés, Iván no sabía si lo decía por pereza o por creatividad, pero le gustó la idea. Ese día, entró allí alguien que había salido de su vida hacía mucho tiempo. Entró su padre, se sentó en la barra y pidió un cortado. No levantó la vista de sus manos, se había dejado barba y parecía destrozado. No había visto que fue su hijo quien se lo sirvió, aunque Iván sí que se percató de quien era. Se armó de valor, no dejó que le temblara la dignidad ni los recuerdos, anduvo con firmeza y le sirvió lo que había pedido. Luego, con los ojos vidriosos y llenos de rabia le dijo:
            - Papá – El hombre que hoy era la sombra de esa palabra alzó la vista, estaba sorprendido. – Sólo hay dos formas.
            - ¡Hijo!, ¡Iván, cuanto te he echado de menos! – Se levantó del banco donde estaba sentado.
            - ¡Papá!, escúchame – Dijo justo después de echarse hacia atrás esquivando el abrazo que pretendía darle su padre. – Sólo hay dos maneras por las que puedes irte de aquí: Puedes irte sin hacer ruido y sin que mamá vuelva a sufrir, o puedes...
            - ¡O puedo que! – El asombro del rostro de su padre se tornó irá de una forma tan súbita que pareciera que se hubiese caído una careta. – ¿Acaso crees que no sé dónde está tu madre?, ¿¡Qué no puedo ir a reclamar lo que es mío?! – Iván lo miró asustado en un principio, con rabia después y con compasión al final.
            - ¿Lo que es tuyo?, si quieres coger lo que es tuyo coge los moratones, los insultos, los recuerdos que hacen llorar a mamá cada noche, los golpes, las cicatrices y el miedo... ¡Porque eso es lo único que es tuyo!, ¡Eres un pobre diablo y siento lástima por ti!, te juro que la próxima vez que te vea haré lo que  tenía que haber hecho hace tiempo, llamaré a la policía y les contaré todo, así que ¡largo!, ¡largo de aquí! – Con el vocerío salió el jefe de Iván de la cocina. Su padre, al verlo y ver como había cambiado la actitud de su hijo, se lo pensó dos veces antes de abrir la boca, se levantó, y se marchó gruñendo y haciendo aspavientos.

   Entonces Iván sacó lo que llevaba dentro: un puñado de temblores y un suspiro tras otro. Hasta que se quedó vacío de miedo, por fin había acabado con aquel capítulo de su vida. No sabía si volvería a ver a su padre o no, pero aún si lo hiciera, sabría qué hacer. Ahora no estaba solo, había crecido, y no sólo en altura sino también en carácter, palabras y espíritu.

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