sábado, 13 de diciembre de 2014

HABLANDO DE LOS MÍOS

   Escribo a lo irreemplazable. A lo que un día yo mismo en confabulación con el tiempo, me arrebaté.
   Diría que hay noches, como las de hoy, en las que el sueño trae aires de infancia y juventud. Aires frescos. Pero mentiría si dijera que el vacío al que me veo asomado al despertar fuera por eso. Es, y así lo he soñado, cosa vuestra. De los míos. Con los que compartí esos aires frescos de una infancia que se me antoja ahora lejana y agotada.
    No hace falta que hable de las aventuras de las que he vuelto a disfrutar esta noche. A golpe de ojos cerrados. No hace falta, de los que fueron protagonistas, pocos, o ninguno me leen y no importan porque sólo cosas como: El tesoro del caserón, la vuelta las viejas, reinos olvidados…; tienen un sentido anclado al pasado de sólo unos cuantos. Lo importante es el vacío al que, esperanzado, creo padecer junto al resto de vosotros.
   En noches como esta veo mis estudios, mis amores, mis viajes y mis pasiones o aficiones, como tan sólo una búsqueda más de lo irreemplazable. Una búsqueda por volver a sentir las frenéticas sensaciones que se sentías cuando eras un niño y estabas con los tuyos.
   La intensidad elevada al más iluso y mágico exponente de nuestras aventuras. Sin las lecciones que nos da la vida, definitivamente, se vive mejor. Se sonríe más, se es mejor. Qué bonito sería volver a olvidar todo cuanto aprendimos, volver a aprehender todo cuanto olvidamos. Ver en el curso del río una aventura intrigante y misteriosa, y no el inoportuno paso del que saldrás mojado y cabreado.
   Y aún más valioso que todo lo dicho hasta ahora: Qué ha sido de los míos. No sólo estamos separados por la distancia. No sólo eso nos ha hecho a veces mutuamente indiferentes. Todos han sufrido este cambio que yo hoy padezco con más presencia. Cada uno ha derivado en una esencia lejana y distante de la base de la que, antes, juntos, todos nosotros partimos.
A veces los veo, quedo con ellos. 
Vamos a un bar o y nos tomamos algo todos juntos. 
Es entonces cuando creo que más los echo de menos.
Porque, si, son ellos, soy yo. 
Pero ya no estamos.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

ELLA, LA MÍA


En el fondo sabía que un día la escribiría.

La mía
la mía vivía al margen
que era donde solía escribirla.
Así era;
y vivirla donde ella vivía
era, también, como vivir entre líneas
pero con un nauseabundo olor a tuberías.

Si fuera por ella,
no sabría nunca donde andaba metida
ni porque lloraba,
ni porque esa manía suya
de andar arrastrando los pies
descalza
como si quisiera frenar al mundo
rayarlo
o romperlo;
poco más le daba.

Sólo sabías de donde venía ella
cuando la veías trepar por la pared
proclamando haberse enamorado
del filo de una espada.
Nunca de quien la portaba.

La mía
tragó tantos desfiladeros
que ahora ya
no hay rapaz
que no la quiera sobrevolar.

Era, ella, el margen,
la buhardilla repleta
de antiguos libros
y nuevas risas
a la espera de tempestades;
defensora bipolar de las caricias
declaraba la guerra a todos los dedales

Sabía que sólo negando el permiso a prohibidos la veías venir.

Al menos, casi siempre
ella indemniza el siniestro de un tropiezo,
la ironía de la caída,
con precipicios. Convexos.
Hacia dentro.

No había ambición que la abarcara
cuidarla sólo era otro camino más de huida,
no había sueño que la soñara
ella me costó la vida.
Sobrevivirla sólo era otra forma de morir.

Empujarla al olvido
era como intentar hacer
apología de la vejez.
¡Una locura de atar!

Ella, la mía.
Ella, la vuestra
Nos la andamos prometiendo con un mínimo de interés,
nos la hemos escondido, amordazado, apartado, arrancado…
para que no nos dejara ver
lo mucho que nos andamos matando. 

sábado, 6 de diciembre de 2014

AVIONES DE PAPEL


Solía haber una mujer al final de la calle que entre canción y canción se dedicaba a hacer volar aviones de papel. Tocaba la guitarra y utilizaba un ukelele sin cuerdas y obsoleto para pedir dinero. Aprovechaba los momentos en los que estaba rodeada de mucha gente para coger un avión de papel y lanzarlo. Quien lo atrapaba podía sugerir una canción, y si era posible, ella la interpretaba. Ese era el juego, aunque lo importante para Eco nunca había sido aquella mujer, sino aquel avioncito de papel.
Eco trabajaba en Purbeck Road, dos calles más allá, en una familiar tienda de vinilos. Al salir, de camino a casa, siempre pasaba por delante de aquella cantante y su escurridizo avioncito de papel. Llevaba meses intentando atraparlo para así poder sugerir su canción favorita. Cuando llegaba al lugar, solía pensar: «La última vez aterrizó por allí» o «el viento sopla hoy en aquella dirección» para después situarse estratégicamente. Normalmente veía como se posaba dócilmente sobre las manos de cualquier persona que pasaba por allí, y que volvía, como no, a proponer una canción que a él no le gustaba en absoluto.
Un día, mientras salía de la tienda, feliz y decidido por haber conseguido vender un par de vinilos a última hora, se acercó al lugar donde aquella mujer erizaba el vello de quien la escuchaba cantar Stand by me. Estaba a punto de acabar y pronto volvería a lanzar aquel avión. Se sitúo lo mejor que pudo y esperó a que su voz se fuera apagando dulce y lentamente. Al hacerlo, el público, que se había arremolinado alrededor, comenzó a aplaudir, y ella, sutilmente ruborizada, inclinaba la cabeza y sonría de forma tan tímida y generosa, que pareciera que acababa de salir de cantar en la ducha y que por accidente se hallara allí, sin saber muy bien que hacer.
Luego, su rostro volvía a tornarse serio y ceremonioso, cogía el avión de papel y lo lanzaba. Cuando echaba a volar Eco sólo podía seguirlo con la mirada, rogando que cayera cerca. Aquel día lo hizo, pero no en sus manos, quien atrapó el avioncito fue el dueño de la antigua floristería que había enfrente de su tienda de música. Un viejo amigo de la familia que sabía de su obsesión, y que con aquella afrenta de enorgullecerse por haberlo atrapado en sus narices, se había convertido para Eco, y al menos hasta que se le olvidase, en un total desconocido.
Sugirió una canción de Sinatra. Eco lanzó unas monedas en el ukelele y se marchó de allí sin esperar segundas oportunidades.
Al día siguiente Eco cerró la tienda como casi siempre, con exactamente el mismo género con el que la había abierto. Por su tienda solían pasar algunos nostálgicos y muchos curiosos, pero muy pocos con intención de comprar. Aquella tarde había decidido cerrar antes de tiempo y para colmo, había empezado a llover. Como todas las tardes, agudizó el oído a medida que andaba por la calle, intentando escucharla en la distancia. El ruido de la lluvia se lo impidió y en su lugar no pudo evitar acordarse de lo cerca que estuvo el día anterior, y al hacerlo echó un rápido e involuntario vistazo a la floristería que dejaba atrás. Estaba cerrada.
No tardó en toparse con su melódica voz, aceleró el paso y aunque aún había gente en la calle, nadie se había detenido frente a aquella mujer que miraba al cielo cantando una canción que ni él mismo reconocía.
Eco miró alrededor, no había nadie. Era su oportunidad.
            – ¿Una última canción antes de irte? – Sonrió tan bien como pudo al mismo tiempo que se agachaba y dejaba caer unas monedas en el interior del ukelele.
            – Tal vez mañana. Con este tiempo…
            – No me hagas gritar eso de “¡Otra…otra!” – dijo intentando persuadirla.
            – Bueno, dejemos que el avión decida. – Entonces cogió el avioncito de papel y lo lanzó, tan pausadamente como si estuviese allí expectante toda la ciudad. El papel, un poco húmedo y arrugado voló cuanto pudo y cayó de bruces a apenas a unos centímetros – Tal vez otro día – Concluyó aliviada.
No cruzaron más palabras, y aún a pesar de que Eco volviera a casa con una sensación agridulce, no pudo evitar pensar en volver a intentarlo tan pronto como tuviese ocasión.
Al día siguiente, en el descanso para comer, se acercó con un sándwich y se sentó en un banco lo suficientemente lejos como para no estar rodeado de gente, y lo suficientemente cerca como para poder escucharla mientras comía. Desde allí veía, entre canción y canción, como el avión hacía curiosas piruetas en el aire esquivando las manos de los más impulsivos para terminar deteniéndose directamente en las manos de alguien que pasaba por allí; su vuelo resultaba impredecible. Decidió no acercarse aquel día y cuando estaba dispuesto a irse, sucedió: Aquel avión empezó a dar vueltas sobre sí mismo y como si una corriente de aire lo guiara intencionadamente, aterrizó de forma perfecta en sus manos.
La emoción le albergaba, no podía creérselo ni apartar la mirada de aquel papel. Por primera vez podría sugerir una canción, y había ocurrido como ocurren las cosas verdaderamente importantes, sin ir a buscarlas. Suerte, realmente había tenido mucha suerte.
Se acercó hasta ella mientras la muchedumbre se apartaba. Algunos le gritaban una u otra canción esperanzados en que les hiciese caso, pero él ya sabía cual escoger.
            – ¿Preparado para una última canción?– Le preguntó ella.
            – ¡Claro!, llevo esperando esto meses. ¿Podrías tocar Dust in the wind?
            –Por supuesto. Buena elección–  Eco le tendió el avión y se despidió de aquel papel doblado que parecía estar escrito y reciclado. Después, disfrutó de su canción, tan bien interpretada como siempre había imaginado.
Al terminar le volvió a echar unas monedas al ukelele y dándole las gracias se despidió pensando que al día siguiente volvería a intentarlo.
Decidió volver a casa y en el camino, en la fachada, no muy lejos de su hogar, se encontró pegada una esquela que al echar un vistazo advirtió que tenía un nombre familiar. Era el nombre del dueño de la floristería, había recientemente fallecido. Su felicidad se quedó aplastada por aquella esquela y de repente, mientras la leía, todo le empezó a dar vueltas. Arrancó el papel y sobrecogido corrió hasta su casa. Sacó las llaves tan rápido como pudo, subió los dos pisos, entró y fue directo al salón. Dobló la esquela en forma de avión de papel y lo vio,  era idéntico al que atrapara hacía unos minutos. Luego empezó a hacer memoria: No recordaba haber visto a la misma persona atrapar dos veces el avión de papel, se estremeció al recordar los giros tan extraños que hacía el avión y en como el día anterior había aterrizado sobre las manos de su amigo. Por último recordó lo que le dijo aquella mujer «¿Preparado para una última canción?». Nervioso y perturbado se abalanzó sobre el tocadiscos y lo encendió. Colocó un disco y justo cuando dejaba caer la aguja sobre él, sintió como un fuerte dolor le atenazaba su brazo izquierdo. Su mente daba vueltas alrededor del recuerdo de aquel maldito avioncito del que ahora intentaba huir y donde finalmente era él quien se veía atrapado. Después un resuello le hizo llevarse la mano al pecho y se derrumbó asustado y sin aliento.
De fondo se oía una canción, pero él ya no podía escucharla.