sábado, 6 de diciembre de 2014

AVIONES DE PAPEL


Solía haber una mujer al final de la calle que entre canción y canción se dedicaba a hacer volar aviones de papel. Tocaba la guitarra y utilizaba un ukelele sin cuerdas y obsoleto para pedir dinero. Aprovechaba los momentos en los que estaba rodeada de mucha gente para coger un avión de papel y lanzarlo. Quien lo atrapaba podía sugerir una canción, y si era posible, ella la interpretaba. Ese era el juego, aunque lo importante para Eco nunca había sido aquella mujer, sino aquel avioncito de papel.
Eco trabajaba en Purbeck Road, dos calles más allá, en una familiar tienda de vinilos. Al salir, de camino a casa, siempre pasaba por delante de aquella cantante y su escurridizo avioncito de papel. Llevaba meses intentando atraparlo para así poder sugerir su canción favorita. Cuando llegaba al lugar, solía pensar: «La última vez aterrizó por allí» o «el viento sopla hoy en aquella dirección» para después situarse estratégicamente. Normalmente veía como se posaba dócilmente sobre las manos de cualquier persona que pasaba por allí, y que volvía, como no, a proponer una canción que a él no le gustaba en absoluto.
Un día, mientras salía de la tienda, feliz y decidido por haber conseguido vender un par de vinilos a última hora, se acercó al lugar donde aquella mujer erizaba el vello de quien la escuchaba cantar Stand by me. Estaba a punto de acabar y pronto volvería a lanzar aquel avión. Se sitúo lo mejor que pudo y esperó a que su voz se fuera apagando dulce y lentamente. Al hacerlo, el público, que se había arremolinado alrededor, comenzó a aplaudir, y ella, sutilmente ruborizada, inclinaba la cabeza y sonría de forma tan tímida y generosa, que pareciera que acababa de salir de cantar en la ducha y que por accidente se hallara allí, sin saber muy bien que hacer.
Luego, su rostro volvía a tornarse serio y ceremonioso, cogía el avión de papel y lo lanzaba. Cuando echaba a volar Eco sólo podía seguirlo con la mirada, rogando que cayera cerca. Aquel día lo hizo, pero no en sus manos, quien atrapó el avioncito fue el dueño de la antigua floristería que había enfrente de su tienda de música. Un viejo amigo de la familia que sabía de su obsesión, y que con aquella afrenta de enorgullecerse por haberlo atrapado en sus narices, se había convertido para Eco, y al menos hasta que se le olvidase, en un total desconocido.
Sugirió una canción de Sinatra. Eco lanzó unas monedas en el ukelele y se marchó de allí sin esperar segundas oportunidades.
Al día siguiente Eco cerró la tienda como casi siempre, con exactamente el mismo género con el que la había abierto. Por su tienda solían pasar algunos nostálgicos y muchos curiosos, pero muy pocos con intención de comprar. Aquella tarde había decidido cerrar antes de tiempo y para colmo, había empezado a llover. Como todas las tardes, agudizó el oído a medida que andaba por la calle, intentando escucharla en la distancia. El ruido de la lluvia se lo impidió y en su lugar no pudo evitar acordarse de lo cerca que estuvo el día anterior, y al hacerlo echó un rápido e involuntario vistazo a la floristería que dejaba atrás. Estaba cerrada.
No tardó en toparse con su melódica voz, aceleró el paso y aunque aún había gente en la calle, nadie se había detenido frente a aquella mujer que miraba al cielo cantando una canción que ni él mismo reconocía.
Eco miró alrededor, no había nadie. Era su oportunidad.
            – ¿Una última canción antes de irte? – Sonrió tan bien como pudo al mismo tiempo que se agachaba y dejaba caer unas monedas en el interior del ukelele.
            – Tal vez mañana. Con este tiempo…
            – No me hagas gritar eso de “¡Otra…otra!” – dijo intentando persuadirla.
            – Bueno, dejemos que el avión decida. – Entonces cogió el avioncito de papel y lo lanzó, tan pausadamente como si estuviese allí expectante toda la ciudad. El papel, un poco húmedo y arrugado voló cuanto pudo y cayó de bruces a apenas a unos centímetros – Tal vez otro día – Concluyó aliviada.
No cruzaron más palabras, y aún a pesar de que Eco volviera a casa con una sensación agridulce, no pudo evitar pensar en volver a intentarlo tan pronto como tuviese ocasión.
Al día siguiente, en el descanso para comer, se acercó con un sándwich y se sentó en un banco lo suficientemente lejos como para no estar rodeado de gente, y lo suficientemente cerca como para poder escucharla mientras comía. Desde allí veía, entre canción y canción, como el avión hacía curiosas piruetas en el aire esquivando las manos de los más impulsivos para terminar deteniéndose directamente en las manos de alguien que pasaba por allí; su vuelo resultaba impredecible. Decidió no acercarse aquel día y cuando estaba dispuesto a irse, sucedió: Aquel avión empezó a dar vueltas sobre sí mismo y como si una corriente de aire lo guiara intencionadamente, aterrizó de forma perfecta en sus manos.
La emoción le albergaba, no podía creérselo ni apartar la mirada de aquel papel. Por primera vez podría sugerir una canción, y había ocurrido como ocurren las cosas verdaderamente importantes, sin ir a buscarlas. Suerte, realmente había tenido mucha suerte.
Se acercó hasta ella mientras la muchedumbre se apartaba. Algunos le gritaban una u otra canción esperanzados en que les hiciese caso, pero él ya sabía cual escoger.
            – ¿Preparado para una última canción?– Le preguntó ella.
            – ¡Claro!, llevo esperando esto meses. ¿Podrías tocar Dust in the wind?
            –Por supuesto. Buena elección–  Eco le tendió el avión y se despidió de aquel papel doblado que parecía estar escrito y reciclado. Después, disfrutó de su canción, tan bien interpretada como siempre había imaginado.
Al terminar le volvió a echar unas monedas al ukelele y dándole las gracias se despidió pensando que al día siguiente volvería a intentarlo.
Decidió volver a casa y en el camino, en la fachada, no muy lejos de su hogar, se encontró pegada una esquela que al echar un vistazo advirtió que tenía un nombre familiar. Era el nombre del dueño de la floristería, había recientemente fallecido. Su felicidad se quedó aplastada por aquella esquela y de repente, mientras la leía, todo le empezó a dar vueltas. Arrancó el papel y sobrecogido corrió hasta su casa. Sacó las llaves tan rápido como pudo, subió los dos pisos, entró y fue directo al salón. Dobló la esquela en forma de avión de papel y lo vio,  era idéntico al que atrapara hacía unos minutos. Luego empezó a hacer memoria: No recordaba haber visto a la misma persona atrapar dos veces el avión de papel, se estremeció al recordar los giros tan extraños que hacía el avión y en como el día anterior había aterrizado sobre las manos de su amigo. Por último recordó lo que le dijo aquella mujer «¿Preparado para una última canción?». Nervioso y perturbado se abalanzó sobre el tocadiscos y lo encendió. Colocó un disco y justo cuando dejaba caer la aguja sobre él, sintió como un fuerte dolor le atenazaba su brazo izquierdo. Su mente daba vueltas alrededor del recuerdo de aquel maldito avioncito del que ahora intentaba huir y donde finalmente era él quien se veía atrapado. Después un resuello le hizo llevarse la mano al pecho y se derrumbó asustado y sin aliento.
De fondo se oía una canción, pero él ya no podía escucharla.

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