miércoles, 4 de noviembre de 2015

DENTRO

Imagen original de Elifkaracok

            Tocaron a la puerta.
            Daniela siempre se sentía ansiosa cuando alguien tocaba a la puerta, sufría la necesidad imperiosa de abrir al instante y lanzarse al otro lado, desobedeciendo así la última orden que le había dado su madre. Después, inevitablemente, se sentía culpable por el mero hecho de pensar en aprovechar la excusa perfecta para salir de casa. Sabía que le empezarían a sudar las manos y a secarse su garganta, así que, con un movimiento mecánico, sacó la botella de agua que siempre llevaba consigo en una pequeña riñonera, junto a la medicación escrupulosamente dividida, y bebió un largo trago. Tras ello agitó las manos haciendo violentos aspavientos y después se dirigió al pasillo.
            Volvieron a estrellarse los nudillos en la madera de la puerta de su casa.
            Daniela se dio la vuelta bruscamente, se había percatado que había acelerado sus pasos y de seguir así, no podría evitar salir por la puerta cuando la abriese. Tenía que evitarlo, habría hecho cualquier cosa menos desobedecer la última orden de su madre. Pasó entonces sus manos por el papel pintado de las paredes del pasillo, su tacto le tranquilizaba, aunque esta vez no funcionó como esperaba: recordó que justo hace unos días, había olvidado almorzar y tomarse la medicación correspondiente por haberse obstinado en contar todas las estrías que recorrían el papel, viejo y arrugado, de la pared de su dormitorio. Al principio lo creyó tarea fácil, pero luego, en su mente, el número de estrías pasaban a diferenciarse entre las más delgadas y las más gruesas, las rectas y las irregulares y finalmente, solapando las anteriores clasificaciones, entre aquellas que se marcaban individuales, y aquellas que después se unían a una más grande, como si del afluente de un río se tratase. «Como el afluente de un río», recordó maravillada la comparación.
            Casi había olvidado que había alguien al otro lado de la puerta cuando volvió a llamar por tercera vez, en esta ocasión sonó el timbre.
            Un ramalazo de miedo recorrió la espina dorsal de Daniela. Se apresuró a andar hacia la puerta sin separar una de sus manos de la irregular pared del pasillo. Estaba justo al lado de la puerta de madera, podía oler el aroma ocre y amargo de quien había al otro lado, su sudor se mezclaba con el aroma del café y el resto de alimentos que ella misma había encargado hacía unas horas. Sabía quién era y sabía que tenía que hacer. Lo que le preocupaba era evitar lo que no debía de hacer.
El color y el brillo de las cosas que había al otro lado la embriagaban en sus sueños, pasaría todo el día asomada a la ventana de no ser porque aquello le provocaba la terrible necesidad de cruzar la puerta, y eso, a pesar del tiempo que llevaba sin escuchar la voz de su madre, era totalmente inadmisible. Agitó su cabeza y centrándose en el olor que llegaba del otro lado, abrió la puerta.
            Vio a un hombre custodiado por dos bolsas de la compra apoyadas en el suelo, se erguía entorpeciendo el paisaje que protagonizaban las hojas del otoño alfombrando la calle.
Los alimentos que desbordaban las dos grandes bolsas serían el entretenimiento de Daniela cuando ésta cerrara la puerta, pero hasta entonces, y mientras acercaba el dinero que guardaba en su riñonera al encargado de traerle la compra, Daniela rezaba por que la cuenta fuera imposible y tardara en devolverle el cambio el máximo tiempo posible.
La luz del atardecer se vertía de forma caprichosa sobre cada uno de las ramas semidesnudas de los árboles de su barrio, el aroma que antes la había embriagado ahora quedaba enmascarado por el de la tierra mojada y las hojas secas. Los pájaros cantaban distraídos y aquel hombre empezaba a dilucidar con exactitud las monedas que le devolvería. Más de media docena de otoños llevaba Daniela en casa, a la espera. Entonces aquel hombre alargó su fornido brazo para devolverle lo que era suyo y ella lo odió por hacerlo. Inevitablemente lo cogió, se lo guardó en la riñonera, asió las bolsas, y respirando hondo y con los ojos cerrados, se despidió de aquella escena. Después cerró la puerta.

            Desconsolada por la brevedad de su encuentro con todo lo que había dentro de la puerta de su casa, se prometió volver allí a la tarde. Una vez más golpearía sus nudillos contra la puerta, llamaría al otro lado con la esperanza de que alguien la invitase a pasar y por fin pudiese disfrutar de todas las cosas que había allí dentro, y de las que sólo llegaban a su hogar su tímido reflejo o un vulgar eco. “No entres a ningún sitio sin antes tocar a la puerta, pedir permiso, y que te dejen entrar”, recordaba Daniela las palabras de su madre con la espalda apoyada en la puerta por la que nadie la había invitado a pasar.