jueves, 25 de agosto de 2016

MUNDO DE PIÑATAS (reflexión)

Las personas somos clasistas —de mierda—.
Estamos acostumbrados a serlo, nos han enseñado a serlo con todo el peso y el ímpetu de la educación.


Somos niños de suficientes, de notables, de sobresalientes o unos desastres. Las notas nos adentran a escobazos dentro de una jerarquía plasmada ya en el mundo laboral para el que nos preparan (como el entrenador que masajea los hombros de su boxeador antes de que suene la campana que anuncia el siguiente round). Qué serás: mozo, encargado, jefe de departamento, directivo… 


Las ciudades están divididas en barrios donde asumimos de antemano que viven personas de una clase u otra. El lenguaje es usado como bandera para acreditar a que clase social pertenecemos. Si nos vamos al extranjero es porque nos vamos a buscar la vida, si vienen a nuestro país es porque vienen a quitarnos el trabajo, claro, es que son de otra clase. Forbes y su lista de los más muchimillonarios, Amazon y su lista de los más vendidos, la federación internacional de atletismo y su lista de los más rápidos. 


Nos jerarquizamos siguiendo infinidad de criterios, la mayoría banales, absurdos e injustos hasta rayar  la barbarie. Fijaros en algunos como el lugar de nacimiento: Aquí naces en Gaza, kilómetro y medio al este habrías nacido en Israel y claro, habrías sido israelí y ahora bombardearías en lugar de ser bombardeado. Seguramente la composición de la tierra y rocas sea la misma aquí y allí, pero es que hay una línea imaginaria que claro, te convierte en una persona de otra clase. 


El clasismo ordena nuestro alrededor, lo racionaliza, lo amolda a una forma de ver el mundo repleta de cajones y etiquetas, nos da la sensación de tener el control porque creemos saber que es cada cosa, a que cajón y lugar pertenece y por tanto que se espera de ella. Nos aleja de una visión abstracta y global para someternos al yugo del prejuicio y la ignorancia más parcial e irresoluble. 


La metáfora que se me viene a la cabeza es la del niño al que la, ya de por sí ciega, educación le venda los ojos y le dice que para que todos salgamos ganando debe destrozar la piñata que tiene cerca. El mundo adulto le da el bate y el niño anda, desorientado, agitando el bate, moliendo a palos a todo el que pille por el camino, pero qué más da. Claro que niños somos todos y bates los hay de todo tipo, no sé si me explico.



Seguramente nos rompamos la vida a ciegas antes de que encontremos la piñata. 
Seguramente no haya piñata.