jueves, 16 de mayo de 2019

LA REBELIÓN DEL AGUA



Salimos de Oporto antes de que saliera el sol. Es un tren de los antiguos, cruje como una mecedora vieja en cada curva y el óxido trepa por su carrocería como la hiedra por un tronco. Nuestro ataúd metálico está dividido por celdas de segunda y de tercera clase, como si una muerte pendenciera y con guadaña de cartón fuera quien hubiese expedido los billetes.

El viaje exige estar distraído, en un entorno así, ocuparte de los detalles es fatídico y sólo genera como consecuencias náuseas y mareos propios de viajar a bordo de un anacrónico galeón. Al poco de estar allí me percaté de que el tren abusaba de sus pocas virtudes: ocultaba su fealdad original con un número abrumador de visitas al vagón por parte de las azafatas. La mayoría viudas, supervivientes del día del levantamiento popular.

El traqueteo de aquella máquina recorre las ciudades sin remordimientos y ensucia el silencio de sus estaciones con el garbo y el orgullo de un fundador de cofradía. En cada fatídico vagón hay lo que parecen ser celdas y cada una de ellas tiene capacidad para unos cuatro pasajeros, aunque raro era que hubiera menos de seis. El desahogo se encuentra en un lateral, allí una ventana nos muestra un mundo sobrecargado de modernismos y mecanismos de seguridad.

Es la tercera vez que cojo el mismo tren. En la primera ocasión, unos años antes de que empezaran las revueltas, viajaba custodiado por dos imponentes hombres, uno de ellos mi padre, el otro, un consejero militar cuyas extremidades podían considerarse la prolongación de un arma fatídica. Por aquel entonces huíamos y mirar atrás, aunque solo fuera para manifestar preocupación o desasosiego, se penaba con la mirada punitiva de aquellos dos hombres. Para mí era la primera vez que viajaba, o al menos lo cuento como el primer viaje que recuerdo, también conocí entonces los golpes que podían asestar en el rostro de aquellos hombres impermeables palabras como levantamiento, guerra, revueltas o revolución.
Recuerdo a aquel resumen de fatalidad hablar de callejones sin salida, de actuar sin remordimientos, de ser rápidos y certeros... y como si mi padre fuera una rapaz que hubiera visto a un despistado conejo al otro lado de aquella ventana, lo recuerdo perdiendo su vista y su atención en los paisajes que atravesábamos. En mi memoria tomaba la cabeza de mi padre formas como esa, la de un águila con pico curvo; me costaba cincelar su recuerdo hasta darle forma paterna. En sus fotos no lo reconocía y en mi memoria no lo encontraba. 

Por aquel entonces todavía había huecos en las vías para presenciar vívidas panorámicas verdosas y el tren gozaba de una juventud ejemplar, sus celdas eran estancias y sus ataúdes eran lujosos vagones cuyos crujidos eran el orgullo de una nación que presumía de aceros, sobre todo si eran inoxidables.

Al paso por una ciudad cargada de industrias, el consejero militar aprovechó para jugar una de sus cartas. Abrió un maletín que había estado custodiando con mucho recelo, creo que en parte porque mis ojos de niño no se apartaban de aquellos broches plateados con los que deseaba trastear y, de dentro, extrajo unos documentos manchados con flechas rojas y mapas en miniatura surcados por miles de líneas, cruces y otros símbolos. Eran los mapas del tesoro, cada uno de ellos ocultaba la riqueza de una flota de oscuros bucaneros. Mi padre sólo tendría que firmar donde las flechas rojas señalaban para que un montón de nuestros compatriotas fueran allí a desenterrar aquellas maravillas. Entendí entonces la importancia del maletín y empecé a observar a aquel hombre como si fuera un intrépido aventurero capaz de haber perseguido a los piratas más peligrosos de nuestro océano. Iríamos en busca del tesoro y lo haríamos en ese tren. Imaginaba a mi padre ordenando construir una vía que surcara la superficie del océano y nos llevara directos a las islas que aparecían en aquel mapa. No existía el riesgo o al menos se me antojaba asumible, mis ensoñaciones se sucedían a la velocidad a la que corre el agua río abajo. Recuerdo mi niñez así, como el curso de un río encabritado.

Ahora no puedo más que negar con la cabeza. Viajo rodeado de granjeros con una mirada lúcida cargada de temores. Algunos incluso van abrazados a sus herramientas del campo o a una sucia jaula artesanal con varias gallinas dentro, tan hacinadas que podrían ser dos o media docena.

Me pregunto si me habrán reconocido, si esperan el momento oportuno para inclinarse o para lincharme. O tal vez, mi rostro es ahora para ellos un borrón incorregible, alguien que no merece la pena odiar, alguien al que no quedan fuerzas ni razones para amar. Alguien como un padre distante.

Entra una azafata y pregunta por nuestra sed, agita una pequeña botella, sonríe placenteramente y bromea asegurando que es la misma agua que bebe la reina. Nadie compra el agua, ni los chicles ni los analgésicos que anuncia la azafata. Este no es un tren donde se compre nada, todos los saben, incluso las azafatas, pero ellas siguen en su empeño, condenadas a sonreír.

Una de las azadas de los campesinos refleja ahora los rayos de sol que salen despedidos a la otra punta de aquella celda. La hoja está impoluta, busca a quien lo contrate, pero hace tiempo que esta no es tierra de oportunidades, tal vez por eso viaje en este tren. Recuerdo cuando las azadas fueron arma intimidatoria, símbolo de nuestra revolución. En uno de esos convulsos días, justo cuando estaba a punto de coger este tren por segunda vez, la gente demostró aquel arado por cultivar que llevaba dentro y, en un acto de fe y osadía, salió a la calle a arroparnos, gritaban los eslóganes que habíamos estado gestando hacía tan solo unos días, y hacían suyas nuestras ideas. Que no eran nuestras, que no eran suyas, pero ahí estaban, flotando una vez más a nuestro alrededor, convirtiéndonos en un digno animal. Lucharían hasta el final. ¿Conocía yo el riesgo? ¿era consciente de que sus gritos y, sobretodo, su silencio, me acompañarían no ya en aquel viaje, sino también en todos los demás?

Ella estaba a mi lado. Viajábamos escoltados, con todos los galones acuestas, habíamos gritado tantas veces aquello sobre la anarquía, los nuevos frentes, la soberanía popular; habíamos levantado el puño en tantas ocasiones que empezaba a perder su significado transgresor. Si no hubiese sido por sus embestidas, yo no habría logrado nada. Ella era dulce y tranquila en la lejanía, o así lo parecía, pero cuando te acercabas a sus bordes empequeñecías al convertirte en flaco testigo de sus olas que rompían con cada eslogan, con cada consejo militar, con cada estrategia publicitaria; ella era el mar y, con su apoyo y su vigoroso abrazo, yo también sentía serlo.

Empezamos por cambiar las palabras que definían todo lo que consideramos enemigo, que era mucho y a veces descabellado, incluimos también nuevos términos que nos definiesen, cargados de significado. Lo siguiente fue usar ese nuevo vocabulario para acercar merecidas utopías. Hablábamos de nosotros, siempre de nosotros, aunque decíamos ser simple vehículo de un cambio que no sería solo nuestro. Nos lo creíamos, he de decir que estábamos embriagados, ella no habría dudado en lanzarse a las vías del tren por la causa, y yo lo habría hecho también, por salvarla.

Fue maravilloso sentirse protagonista de un movimiento nacional, germen también en otros países. La gente parecía unida, éramos por fin un conjunto sin excluidos. Nunca nos imaginamos lo que estaba por llegar. ¿Era eso cierto? ¿acaso no me sentía ya cómplice antes de que cayera el primer muerto? De repente pasamos de ser merecedores de la utopía que defendíamos, a ser demandantes de la misma. Las gentes empezaron a usar aquellos términos con los que designábamos a nuestro enemigo para blandirlos como arma y, no hartos con ello, corrieron a donde escondían las viejas armas y las usaron en su contra, porque sólo en su contra podían usarlas, como siempre ha pasado con las guerras. Sólo que ésta no era una guerra con banderas ni bandos, era una guerra entre instintos e ideales. Sobra decir que ganaron los primeros.

Ella y yo fuimos capitanes generales de una guerra que no buscamos, nosotros apretamos cada gatillo y nosotros caímos derribados con cada disparo. Todo ello, mientras descansábamos en la comodidad de nuestro salón. ¿Pensaba en mi padre, en su reconocimiento? No, a él lo imaginaba mirando por la ventana, distraído. ¿Pensaría él, durante mi primer viaje, en los muertos que provocaría aquel niño que iba a su lado, sangre de su sangre? ¿Se sentiría él también cómplice?

En el día del levantamiento popular, millones salieron a las calles, miles nunca regresarían. Cantamos y bailamos celebrando la vida, celebrando la victoria de la unión frente al oscurantismo y la desinformación previa. Después, a medida que avanzaba el día, empezaron a cambiar los protagonistas de las plazas y avenidas, donde antes había un artista recitando ahora había alguien alentando al uso de la fuerza. El inteligente y justo era sustituido por el oportunista. ¿Quién fue el primero en apretar la mano y asestar el primer golpe? ¿quién? ¿fui yo?

Justo antes de que prohibiésemos la prensa me marché. Habían pasado meses tras el día del levantamiento y ella parecía seguir viviendo aquella noche, cada mensaje que lanzaba era más enérgico y colérico que el anterior. La gente se rindió o se escondió, pero ella parecía seguir allí, en la calle, enfrentada al mundo.

La azafata vuelve a entrar, esta vez ofreciendo seguros de vida gratis con la compra de un variopinto popurrí de medicamentos. Nadie alzó la vista, sólo las gallinas con sus alas engarrotadas huían al otro lado de la jaula cuando la puerta se abría. El tren frenó bruscamente, avisando de los achaques propios de su mecanismo. Las puertas se abrieron y los pobres salieron sin ninguna prisa. Habíamos llegado. ¿Adónde? ¿Era necesario bajar del tren de mis recuerdos? ¿Volvería a subir?

Un viejo bajó del tren ¿era yo? estaba en calma y repleto de historias como si fueran afluentes que desembocaban bajo su piel. Era un lago, un lago que sin ella vivía la dictadura de la sequía.

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