lunes, 14 de mayo de 2012

MOJADOS


- ¿Tienes un cigarro? – Su mano temblaba... su voz no
   Estaba sentado en un banco de piedra, al otro lado del estanque. Con la mano extendida, pero sin levantarse, como si supiera cual iba a ser la respuesta.
- Me fumé el último antes de que empezara a llover – Negó el hombre mayor.
   Su pelo entrecano guardaba el blanco de sus años. Tenía un cipo en la mano con el que jugaba abriéndolo y cerrándolo. Llevaba jugando con él más de veinte años.
            - Lo imaginaba – No escondió su resignación en un quebrar de sus labios. No tenía suerte, no la había tenido nunca, y no iba a ser esa la primera vez.
   Sus cartones estaban mojados, empapados de las lágrimas que los vientos le habían llevado hasta su particular infierno de limosnas y huidas.
    El hombre anciano que se sentaba en un idéntico banco de piedra, al otro lado del pequeño remanso de agua donde se divertían un puñado de migas de pan sin dueño, parecía triste y meditabundo. No pareció importarle que no hubiese, ya, pato alguno al que ver merendar. Su expresión parecía que había pasado por demasiadas esperas sin finales, ni buenos ni malos.
            - Yo me como tus migas y tú secas mis cartones, ¿hay trato? – El mendigo se levantó.
   El anciano resopló con un atisbo de sorna y volvió en sí, cerró el cipo y dijo:
            - Los renacuajos se quedarían sin cena y usted se quedaría sin nada que hacer durante toda la tarde. No hay trato – No levantó la mirada del suelo.
            - ¿Ahora soy yo el anciano? – Preguntó el mendigo simulando estar ofendido - ¿Qué es eso de “usted”?, venga, si hasta podría ser tu nieto.
   El hombre del cipo hundió su vista con uno de los pocos trozos de pan que, hasta entonces, aún quedaban a la vista. Luego parpadeó, y su tiempo le costó responder:
            - Supongo... que ambos tuvimos mala suerte ¿Verdad? – Parecía abatido.
            - Creo que no me puedes hablar de mala suerte... uno solo de tus zapatos tiene más valor que todas mis pertenencias. – El mendigo se volvió a sentar, las manos le temblaban algo menos, la conversación le estaba haciendo olvidar la ansiedad de aquel “lujo” tan caro, que aún hoy, no dejaba escapar. Era su compañero fiel, el tabaco era quien le esperaba cuando amanecía y después de un buen domingo en la puerta de la iglesia de San Nicolás... era el tabaco también quien le vaciaba los bolsillos, aunque eso no le importaba demasiado, sus bolsillos siempre habían estado llenos de agujeros, más le valía que el dinero no se quedase mucho tiempo en ellos o acabaría perdiéndolo.
            - Puedes quedarte mis zapatos – Se los quitó y los lanzó. Uno de ellos cayó al agua cerca de la otra orilla salpicando al mendigo. – Que me queda... que nos queda cuando se nos han ido hasta las ganas de vivir. Qué sentido queda al que quiere, pero no se quiere... al que tiene fuerza pero no la emplea... al que ríe... pero no sonríe. Qué nos queda... – Lo había dicho todo en tan voz baja, que hasta el piar de un ave le habría impedido al mendigo escuchar sus palabras. Pero la alameda estaba tranquila. Como si se mantuviese en señal de duelo.
            - Por ahí dicen eso de: “Siempre nos quedará París”, pero nunca he tenido hilo con el coser los agujeros de mis pantalones, así que... nunca he tenido dinero para viajar a ningún París, ni tan siquiera al de verdad... – Carraspeó y continúo diciendo: - Así que yo siempre digo eso de “siempre nos quedará la Luna”... lo sé, soy un idealista... es lo que ocurre cuando duermes sin techo, o eres un idealista o un pordiosero.
   El anciano no hacía señas de haberlo escuchado. Su cabeza estaba llena de estereotipos de tristeza y melancolía. Hasta de ideas de suicidios. Alzó la vista... la que nunca tuvo. Sus ojos eran del gris de las nubes que habían pasado hacía unos minutos por el cielo vespertino, estaban teñidos con el azul de una antigua infancia.
   El mendigo vio su ceguera, si es que se puede hacer tal cosa, y le escuchó decir:
            - ¿Y si no puedes ver ni la Luna?
   El mendigo le respondió derrochando melancolía:
            - Bueno... entonces siempre te quedará lo inevitable: un temblor de manos y unos cartones mojados.
            - Buen mendigo – Tragó saliva, sin mirar al lado correcto, como había hecho toda su vida – Hace poco me quedé sin hijo al que llorar. Para mí sólo era una voz y unas palmaditas en la espalda. Nunca hubo imagen, y una voz desaparece antes que una cara. Créame. Prefiero los cartones mojados de lluvia, que un cipo sin gas mojado de sal.
   El mendigo miró su banco de piedra, recogió los cartones. Los apiló y los miró como si acabasen de perder hasta su capacidad de aislarle del frío. Recogió los zapatos de aquel anciano. Bordeó el estanque y se sentó a su lado. Luego le puso uno de los zapatos en cada mano y vio que había estado llorando. Le colocó una mano en el hombro y antes de darse la vuelta y dejarlo solo, le dijo:
            - Te harán falta. Si un ciego me puede enseñar a ver. Un pordiosero perdido como yo, puede darte un camino.
            - ¿Dónde va?
            - A por tabaco e hilo... o a un sitio donde no me hablen de usted... yo que sé.

1 comentario:

  1. Mola.. :) al final resultaron ser las palabras de un anciano ciego hacia un pordiosero, que curioso jeje
    Definitivamente vas mejorando a pasos agigantados, cosa q es dificil, ya que siempre lo has hecho genial. En fin, me alegro de que esto haya vuelto a cobrar vida! Se te echa de menos si desapareces durante tanto tiempo!

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