Tras un armario, a ras
del suelo,
hay un agujero por donde
me cuelo.
Hay un pasadizo que conecta tu habitación y
la mía. Por donde las noches en las que no coincida, me deslizo e intento
llegar hasta donde estás. Me lo construyó un ratón con aires de grandeza que
decía ser rey y señor, no de tierras ni siervos, sino de momentos y azares. Fue
él quien me guió por entre los pasadizos de la casualidad, y truncó cada
esquina para hacerme llegar, como por arte de birlibirloque, hasta la puerta de
tu duermevela.
Tenía largos bigotes y afilados dientes y me
dijo que sólo podía entrar por aquel orificio sin conseguía engañar al bufón de
su corte, y ¡vaya bufón!, quién no iba a hacer reír a la casualidad sino es la
mismísima ciencia en persona. Era una rata, blanca y de ojos rojos curiosos,
siempre atentos y nerviosos. Me ojeó de arriba abajo y de dentro afuera.
Me
olisqueó desde el dedal donde estaba sentada y me dijo que me acercara, se puso
las gafas de ver por dentro y me preguntó:
- ¿Crees que eres capaz de engañarme? – Asentí – Pues adelante.
- Soy el legítimo dueño de todo cuanto está fuera de este
agujero, poseo castillos y los mares me rinden pleitesía. Las tormentas son
suaves si así lo ordeno y la primavera se frena y espera a mi llegada. El Sol
no sale sin pedirme permiso, la Luna brilla si yo, así, lo decreto. Los pájaros
cantan primero en mi ventana y luego en sus arboledas. Por dentro soy de oro,
mi pelo es de azabache, mis botas de plata y mis ojos de esmeralda. Mi voz es
temida, mi presencia amada. – El ratón miraba, al principio con sorpresa y luego
con incredulidad. Iba haciendo anotaciones en una loncha de queso que ribeteaba
con el culo de una cerilla afilada. Después de unos segundos de silencio dijo:
- Todo es mentira, no me has engañado, veo en tus
palabras que has mentido en cada una de ellas – Rio triunfante.
- La he conseguido engañar, y luego, inventé toda esa
sarta de mentiras. – El ratón blanco me escudriñó con sus ojos rojos,
entrecerrados... hasta que pareció ver algo más allá.
- Me mentiste sin palabras...
- Asentí, pero nada más verla, supe que no lo conseguiría,
y así ha sido, en cierto modo.
- Inteligente. Puedes pasar... el camino es tuyo.
Así fue como me gané el derecho a pasar por
aquel agujero. A recorrer los aparentemente eternos pasadizos de azares que nos
separan. Seguí al ratón de pelaje hirsuto y andares saltarines hasta que llegué
a un agujero que hay justo bajo tu cama. Nada más salir, de la oscuridad del
pasadizo a la oscuridad de tu habitación. Con la luz encendida, pero tus ojos
cerrados. Una extraña oscuridad, por supuesto.
Te oía respirar sobre el colchón, la magia se
desvaneció y mi estatura volvió a ser mía. Te prometo que estuve allí todo una
noche entera, viendo como te embarcabas en los más profundos sueños que una
persona puede llegar a tener cuando duerme con la luz encendida...
Conté tus inspiraciones y
las perdí entre tus labios.
Quise besarte,
despertarte, despertarte de verdad;
Ver tu cara de sorpresa,
ver tus ojos,
hacerte el amor,
rogar que me pidieras que
no me fuera,
contarte la historia de
cómo engañé a la ciencia, otra historia, lo sé...
Sentir tu calor, la
sensación de libertad que transmites,
que paradójicamente,
es más intensa cuanto más
fuerte abrazas...
¡Ah! por cierto, si te preguntas porque al
despertar tu luz estaba apagada, fui yo. Fue la señal que acordé con el señor
de los momentos para que volviera a abrir aquel oportuno agujero entre tu
dormitorio y el mío. Volví por aquel estrecho pasadizo, siguiendo, una vez más,
la larga cola del señor de todo aquello. Tomamos otro camino y me dijo que para
poder volver, tendría que lograr hacer llorar a sus sueños. Me pregunté a que
se refería, pero evité preguntárselo abiertamente, llevaba poco tiempo con él,
pero ya sabía que se sentía tan altanero y digno, que cualquier palabra
formulada sin su permiso, acabaría en un ceño fruncido como mínimo. Así que
esperé hasta que el pasadizo acabó en una sala un poco más pequeña y
desordenada que aquella donde encontré a la ciencia de ojos rojos.
Allí estaba tumbado un ratón gordo como una
casa, con un pelaje negro como el carbón. Roncaba como un león, y dormía sobre
una servilleta de bar garabateada. Cada vez que inspiraba una sombra más
aparecía en aquel lugar, se contorsionaba sobre sí misma y luego se escabullía
entre risas de maldad. Cada vez que expiraba, un triste recuerdo de alguien se
dibujaba en aquel pasadizo para luego escapar con la misma rapidez con la que
lo había hecho la sombra...
Era el miedo... quien sino iba a dormir al
señor de los momentos y los azares. Quien sino nos adormece a nosotros ante la
oportunidad de vivir los momentos y aprovechar hacer nuestros los azares.
He intentado de todo y ni tan siquiera lo he despertado... y aunque así lo hiciera no tengo ni idea de cómo hacer llorar al miedo. Así que aquí ando atrapado...
entre tu habitación y la mía. Te escribo todo esto porque el señor de los
momentos me lo ha permitido.
Dime... ¿qué hago?