- ¿Tienes un cigarro? – Su mano temblaba... su voz no
Estaba sentado en un banco de piedra, al
otro lado del estanque. Con la mano extendida, pero sin levantarse, como si
supiera cual iba a ser la respuesta.
- Me fumé el último antes de que empezara a llover – Negó el hombre mayor.
Su pelo entrecano guardaba el blanco de sus años.
Tenía un cipo en la mano con el que jugaba abriéndolo y cerrándolo. Llevaba
jugando con él más de veinte años.
- Lo imaginaba – No escondió su resignación en un quebrar
de sus labios. No tenía suerte, no la había tenido nunca, y no iba a ser esa la
primera vez.
Sus cartones estaban mojados, empapados de
las lágrimas que los vientos le habían llevado hasta su particular infierno de
limosnas y huidas.
El
hombre anciano que se sentaba en un idéntico banco de piedra, al otro lado del
pequeño remanso de agua donde se divertían un puñado de migas de pan sin dueño,
parecía triste y meditabundo. No pareció importarle que no hubiese, ya, pato
alguno al que ver merendar. Su expresión parecía que había pasado por
demasiadas esperas sin finales, ni buenos ni malos.
- Yo me como tus migas y tú secas mis cartones, ¿hay
trato? – El mendigo se levantó.
El anciano resopló con un atisbo de sorna y
volvió en sí, cerró el cipo y dijo:
- Los renacuajos se quedarían sin cena y usted se
quedaría sin nada que hacer durante toda la tarde. No hay trato – No levantó la
mirada del suelo.
-
¿Ahora soy yo el anciano? – Preguntó el mendigo simulando estar ofendido - ¿Qué
es eso de “usted”?, venga, si hasta podría ser tu nieto.
El hombre del cipo hundió su vista con uno de
los pocos trozos de pan que, hasta entonces, aún quedaban a la vista. Luego parpadeó,
y su tiempo le costó responder:
- Supongo... que ambos tuvimos mala suerte ¿Verdad? –
Parecía abatido.
- Creo que no me puedes hablar de mala suerte... uno solo
de tus zapatos tiene más valor que todas mis pertenencias. – El mendigo se
volvió a sentar, las manos le temblaban algo menos, la conversación le estaba
haciendo olvidar la ansiedad de aquel “lujo” tan caro, que aún hoy, no dejaba
escapar. Era su compañero fiel, el tabaco era quien le esperaba cuando amanecía
y después de un buen domingo en la puerta de la iglesia de San Nicolás... era
el tabaco también quien le vaciaba los bolsillos, aunque eso no le importaba
demasiado, sus bolsillos siempre habían estado llenos de agujeros, más le valía
que el dinero no se quedase mucho tiempo en ellos o acabaría perdiéndolo.
- Puedes quedarte mis zapatos – Se los quitó y los lanzó.
Uno de ellos cayó al agua cerca de la otra orilla salpicando al mendigo. – Que
me queda... que nos queda cuando se nos han ido hasta las ganas de vivir. Qué
sentido queda al que quiere, pero no se quiere... al que tiene fuerza pero no
la emplea... al que ríe... pero no sonríe. Qué nos queda... – Lo había dicho
todo en tan voz baja, que hasta el piar de un ave le habría impedido al mendigo
escuchar sus palabras. Pero la alameda estaba tranquila. Como si se mantuviese
en señal de duelo.
- Por ahí dicen eso de: “Siempre nos quedará París”, pero
nunca he tenido hilo con el coser los agujeros de mis pantalones, así que...
nunca he tenido dinero para viajar a ningún París, ni tan siquiera al de
verdad... – Carraspeó y continúo diciendo: - Así que yo siempre digo eso de “siempre
nos quedará la Luna”... lo sé, soy un idealista... es lo que ocurre cuando
duermes sin techo, o eres un idealista o un pordiosero.
El anciano no hacía señas de haberlo escuchado.
Su cabeza estaba llena de estereotipos de tristeza y melancolía. Hasta de ideas
de suicidios. Alzó la vista... la que nunca tuvo. Sus ojos eran del gris de las
nubes que habían pasado hacía unos minutos por el cielo vespertino, estaban
teñidos con el azul de una antigua infancia.
El mendigo vio su ceguera, si es que se
puede hacer tal cosa, y le escuchó decir:
- ¿Y si no puedes ver ni la Luna?
El mendigo le respondió derrochando melancolía:
- Bueno... entonces siempre te quedará lo inevitable: un
temblor de manos y unos cartones mojados.
- Buen mendigo – Tragó saliva, sin mirar al lado
correcto, como había hecho toda su vida – Hace poco me quedé sin hijo al que
llorar. Para mí sólo era una voz y unas palmaditas en la espalda. Nunca hubo
imagen, y una voz desaparece antes que una cara. Créame. Prefiero los cartones
mojados de lluvia, que un cipo sin gas mojado de sal.
El mendigo miró su banco de piedra, recogió
los cartones. Los apiló y los miró como si acabasen de perder hasta su
capacidad de aislarle del frío. Recogió los zapatos de aquel anciano. Bordeó el
estanque y se sentó a su lado. Luego le puso uno de los zapatos en cada mano y
vio que había estado llorando. Le colocó una mano en el hombro y antes de darse
la vuelta y dejarlo solo, le dijo:
- Te harán falta. Si un ciego me puede enseñar a ver. Un
pordiosero perdido como yo, puede darte un camino.
- ¿Dónde va?
- A por tabaco e hilo... o a un sitio donde no me hablen
de usted... yo que sé.