Es
impertinente, la vida, como la niña que en lugar de alzar la mano, alza la voz
y pregunta sin conceder un respiro a su interlocutor. ¡Ay la vida! yo la
imagino, también, frustrada ante la confusión de algunos, que enzarzados en
diatribas nimias, afanados en discutirla, acaban por perderla sin llegar a
comprenderla. También la imagino embarcada en viajes caprichosos, donde el
guía, ruborizado por su impertinencia, se dedique a reivindicar su voto de
silencio y así consiga despistarla, apartarla de una imagen clara de un
destino, o una hora de llegada.
La
imagino, a veces, débil y moribunda, ajena a su propia naturaleza, sin ánimo
para su impertinencia. Niego con la cabeza. “Imposible”, me digo. Es entonces
cuando la vida se me antoja una atleta de fondo que avanza sin descanso, abarcando
todas direcciones, en ambos sentidos (hacia fuera, y hacia dentro),
impulsándose en los vivos, iluminándolos y despegándose de ellos para seguir
saltando, a la carrera. De vivo en vivo, con un reguero de felices y saciados
muertos tras su estela.
¡Qué
impertinente es la vida!
A veces
me acosa la vida y me obliga a lanzar el grito a mis dedos, resultando
discursos como estos: «Desde el primer momento en que admita que mi vida
empieza a carecer de sentido, empieza a oxidarse, como una fruta mordida, y a
tomar el color que le corresponde por definición: el de una mierda (me niego a
utilizar otro término más literario); Será entonces, si así lo reconozco,
cuando me vea en la tesitura de tener que decidir si unirme a la costumbre
popular de aceptarla como inevitable e incluso exponerla, orgulloso de la
misma, presumiendo haberlo admitido, o, por otro lado, decida arrinconarla, pisotearla
con alegría, admitir mi derrota y, si el dicho lleva razón, tener algo de
suerte durante el tiempo que me reste».
También
la imagino lluvia. Prescindible es el vivo, imprescindible la vida: Eterna. La
imagino bella, la puedo concebir en el dedal de mi abuela, dentro de una cajita
de música, enterrada bajo la cabaña que construyen unos chavales un día de
viento, deslizándose por las curvas de una mujer ajena a su tiempo, olvidada en
la chistera de un mago, tañendo las campanas al vuelo, en el atardecer de tu
mirada, en el fondo de un paragüero, sujeta con pinzas a las esquinas de una
viñeta de cómic, de resaca entre tus piernas, puesta hasta arriba en una guerra
de egos, durmiendo entre fronteras, rimando en el poema “Parecen prohibidos los
te quiero-s”, congelada en el pulgar de un autoestopista, se desliza por la
barra del parque de bomberos, avisa, late, alza el vuelo, viene lenta, se va
deprisa… ¡ay la vida!
Como
usted, señor Manrique, la recuerdo haber visto discurrir por la tierra ahondando
en ella, formando cicatriz. La vi flotando en el río, la vi en la mar, la vi ahogada
en un sirio sin mamá.
¡Qué
impertinente es la vida!
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