martes, 29 de enero de 2013

VIDEOPOEMA - MANIFIESTO DE UNA VIDA

Os dejo por aquí el primer videopoema, basado en una de las entradas que escribí hace un tiempo: "Manifiesto de una vida" y ya puestos en este pequeño rincón de mí, os invito a que os paséis por mi recién abierto CANAL DE YOUTUBE, bajo el nombre de Kiko Sinclan. Subiré de forma esporádica videopoemas o vídeos similares al que os dejo:

sábado, 19 de enero de 2013

PERROS DE TIZA. CAPÍTULO 8




   Tía Rosa vivía sola, decía que los hombres eran hoy en día tan blandos que no aguantarían a una mujer, con tanto garbo como ella, ni dos mañanas. Iván no sabía que significaba tener garbo, suponía que era como su tía llamaba a sus collejas, que si algo le sobraba era eso, collejas.
   Ella siempre tenía un televisor encendido en la casa para tener con quien discutir. Solía llevar la cara pintada y tenía un moño tan apretado que hacía que pareciese tener las cejas levantadas a todo momento.
   Cuando Iván llegó a casa de su tía sabía cuál sería su recibimiento: dos collejas y una regañina por haber tardado tanto. Se equivocó... fueron tres collejas y regañina y media. Su madre no estaba allí, y eso le dolió más a Iván que todo los “garbos” de su tía juntos.
 Preguntó por ella, pero su tía no sabía nada.
   A la mañana siguiente su madre apareció por allí, decía que volvía a estar sola y tras una conversación en una habitación a puertas cerradas, su hermana la convenció para que se quedara allí unos días. Ni que decir tiene que con tía Rosa cerca, aquel lugar parecía tan inexpugnable como un castillo.
   Iván volvió a ir a clase, estaba acostumbrado a esas idas y venidas pero sus compañeros no, y los que fueron sus amigos, si algún día los tuvo, caducaron con el tiempo, como los yogures. Estaba solo, aunque por la tardes tenía a un nuevo amigo de gruesa barba y perneras arremangadas.
   Estaba deseando escuchar el timbre del colegio para ir corriendo a escuchar la melodía del Arremangado. Después, mientras él se ganaba el pan de algunos días, Iván solía ir al muro donde pasó aquella noche, no sabía cómo, pero las tizas habían aprendido a andorrear por el gris del muro incluso dibujando formas. El primer dibujo, después de unos días y cinco líneas onduladas entrecruzándose, fue un gato, así que él, con las tizas que le iba dando el mendigo, dibujaba y le seguía el juego. Con el paso de los días el gris quedó plagado por sus dibujos.
   Cuando llovía, él se entretenía repasando sus creaciones, e incluso una vez embaucó al Arremangado para que fuera a verlo, y cuando lo vio lo calificó como “un magnífico horizonte”. Él siempre hablaba de forma abstracta, sobre todo de aquello que le importaba: a las palabras las comparaba con las olas de un pirata, a la comida con el viento de una orilla y a su armónica con las alas de cualquier persona que cuando nadie, la veía, echaba a volar. Así que, el que llamara a aquellos dibujos hechos con tanto cariño por Iván y alguna que otra tiza con ansias de aprender a caminar demasiado deprisa, como un magnífico horizonte, era importante para Iván.
   Además, consideraba a aquellos dibujos con los que mantenía una rara pero bonita conversación, la forma de comunicarse con alguien a quien Iván empezaba a considerar parte de su vida. Como nos pasa a todos, la mejor parte de nosotros mismos, son otros. Él tenía esa sensación, tenía la sensación de estar dibujando para su segundo amigo, y nunca olvidó tal emoción.
   Un día, de cielo encapotado y destino caprichoso, Iván salió de casa después de comer, como siempre, perseguido por el eco de la voz de su tía, que aunque dijera algo como “cuídate” o “llévate el abrigo”, parecía una regañina, Iván se fue a visitar al Arremangado, como no estaba en su lugar habitual, se fue directamente al muro, sabía que el viejo mendigo pasaba largo tiempo charlando con la joven librera de la acera de enfrente, así que se fue a dibujar para hacer tiempo. Estuvo un buen y oportuno rato frente al muro. Estaban empezando a caer las primeras gotas de lluvia, así que razón de más para quedarse allí e intentar repasar los dibujos que fueran degradándose.
   Mientras miraba al muro, de espaldas al asfalto de la carretera, una gota tan enorme como un pulgar cayó sobre el ojo del gato del primer dibujo. Iván no esperó a que amainara y por acto reflejo fue a repasar aquel trazo, de no haberlo hecho, se habría girado al ruido del motor del coche donde iban montadas las manos de la chica que pasearon tizas por aquel gris, y habría visto por primera vez a su primera amiga, Daniela.
   Después vino el silencio del muro. Iván estaba acostumbrado a encontrarse un nuevo dibujo cada día, y con el tiempo, al ver que sus dibujos no recibían respuesta, dejó de pintar nada nuevo. Sólo se dedicó a repasar los trazos que iban deteriorándose, y sólo lo hacía durante aquellas tardes que el Arremangado se las pasaba en la librería.
   Cuando le contó al mendigo lo que había ocurrido en el muro, éste le habló de aquel horizonte con el que lo definió la primera vez que lo vio:
            - Iván, ¿te has subido alguna vez a un lugar elevado y has perdido tu vista por entre el horizonte? – Iván, que estaba sentado sobre una de las losas del Arremengado, asintió. – Bien, algunos dicen que está bien lejos, otros dicen que lo ven tan cerca que creen tocarlo. Todo depende de dos cosas: La claridad del día y tus dioptrías – Iván sonrió y siguió escuchándole con atención, el Arremangado hablaba pocas veces y había aprendido a valorarlas. – Bueno, pues ninguno está en lo cierto, el horizonte da igual que esté lejos o esté cerca, lo que importa, lo que hay que tener en cuenta es que siempre está. Siempre, Iván. No hay manera de llegar hasta él, siempre está más allá y si quieres que vuestros dibujos no lleguen a ser efímeros tienes que...
            - ¿Qué es eso de efímero?- Interrumpió Iván
            - ...son como las monedas que caen en mi cesto, tan pronto caen...- cogió unas cuantas del cesto y se las echó al bolsillo-...como tan pronto se van, ¿entiendes? – Él asintió. – Tienes que tener en cuenta que el horizonte de cada uno, define el dónde estamos, si quieres conservar la emoción que un día te provocaron esos dibujos deberías de hacer que tu horizonte no desaparezca, ¿entiendes? – Le guiñó un ojo y acto seguido retomó su melodía a golpe de armónica.
   Iván sabía que el Arremangado quería que siguiera repasando los dibujos para que no desaparecieran, así que eso siguió haciendo.

   Pasó el tiempo y con él, los años. Iván tenía dieciséis cuando empezó a trabajar los fines de semana en un bar cercano. Seguía viviendo con su madre, su tía y su garbo. Seguía visitando al Arremangado y de vez en cuando, como hicieran algunos músicos de la ciudad, se llevaba una guitarra recién comprada y aprendía a tocarla a su lado. Con el tiempo adquirió habilidad y aprendió a enredar entre sus cuerdas pasión y disciplina.
   Los algo más de siete euros que ganara Iván hacía tiempo en una apuesta con el mendigo, los invirtió en un bote de spray, con el primer bote y algunos más que compró con lo que iba ahorrando de su trabajo de camarero, repasó los trazos de su horizonte. Le prometió al Arremangado que gastaría ese dinero en palabras, y aunque fueran dibujos, para él era sólo otra forma de escribir. A las cinco líneas onduladas las transformó en un pentagrama, un pentagrama que sirvió de fondo a la primera canción que aprendió a componer junto con el mendigo, ambos la titularon “Gatos de tiza”.
   La tarde de un domingo nada cualquiera, Iván estaba poniendo cafés en el bar donde trabajaba. Le encantaba aquel lugar, y su jefe era de lo más original, hablaba de poner un tren que le diera la vuelta al bar y sirviera los cafés, Iván no sabía si lo decía por pereza o por creatividad, pero le gustó la idea. Ese día, entró allí alguien que había salido de su vida hacía mucho tiempo. Entró su padre, se sentó en la barra y pidió un cortado. No levantó la vista de sus manos, se había dejado barba y parecía destrozado. No había visto que fue su hijo quien se lo sirvió, aunque Iván sí que se percató de quien era. Se armó de valor, no dejó que le temblara la dignidad ni los recuerdos, anduvo con firmeza y le sirvió lo que había pedido. Luego, con los ojos vidriosos y llenos de rabia le dijo:
            - Papá – El hombre que hoy era la sombra de esa palabra alzó la vista, estaba sorprendido. – Sólo hay dos formas.
            - ¡Hijo!, ¡Iván, cuanto te he echado de menos! – Se levantó del banco donde estaba sentado.
            - ¡Papá!, escúchame – Dijo justo después de echarse hacia atrás esquivando el abrazo que pretendía darle su padre. – Sólo hay dos maneras por las que puedes irte de aquí: Puedes irte sin hacer ruido y sin que mamá vuelva a sufrir, o puedes...
            - ¡O puedo que! – El asombro del rostro de su padre se tornó irá de una forma tan súbita que pareciera que se hubiese caído una careta. – ¿Acaso crees que no sé dónde está tu madre?, ¿¡Qué no puedo ir a reclamar lo que es mío?! – Iván lo miró asustado en un principio, con rabia después y con compasión al final.
            - ¿Lo que es tuyo?, si quieres coger lo que es tuyo coge los moratones, los insultos, los recuerdos que hacen llorar a mamá cada noche, los golpes, las cicatrices y el miedo... ¡Porque eso es lo único que es tuyo!, ¡Eres un pobre diablo y siento lástima por ti!, te juro que la próxima vez que te vea haré lo que  tenía que haber hecho hace tiempo, llamaré a la policía y les contaré todo, así que ¡largo!, ¡largo de aquí! – Con el vocerío salió el jefe de Iván de la cocina. Su padre, al verlo y ver como había cambiado la actitud de su hijo, se lo pensó dos veces antes de abrir la boca, se levantó, y se marchó gruñendo y haciendo aspavientos.

   Entonces Iván sacó lo que llevaba dentro: un puñado de temblores y un suspiro tras otro. Hasta que se quedó vacío de miedo, por fin había acabado con aquel capítulo de su vida. No sabía si volvería a ver a su padre o no, pero aún si lo hiciera, sabría qué hacer. Ahora no estaba solo, había crecido, y no sólo en altura sino también en carácter, palabras y espíritu.

martes, 8 de enero de 2013

EL FINAL FELIZ VIVE A DOS MANZANAS DE TI

   Su abuela fue la primera maquinista de toda Nueva Orleans en descarrilar un ferrocarril, su madre fue profesora de Historia de la Química en la universidad de Priston, la universidad de Limerick, en Irlanda, y por último en la universidad de Oxford, así que ella, hizo lo propio, lo que cualquiera habría hecho para no defraudar la historia familiar: Fue demasiado rápido en la química del amor, tan rápido que descarriló.
   Se llamaba Helen Wane y como casi todas las niñas de su edad, tenía un diario escondido. Al final de cada página siempre escribía las iniciales de un nombre y después un “ojalá y estés pensando en mí”. Siempre la misma frase, las mismas iniciales, en las muy distintas páginas que plagaban el diario.
    Helen devoraba los libros, le encantaba leer sobre cualquier cosa, sobre todo si la historia tenía a un personaje con un atisbo de locura, esos personajes siempre eran sus favoritos. A veces, cuando terminaba y se quedaba con ganas de más, imaginaba como continuaría la vida de sus personajes favoritos más allá del papel, se preguntaba porque la parte en la que eran felices siempre era la más corta, así que en lugar de intentar responder a esa pregunta, ella misma, a base de imaginación y otras veces a base de papel y lápiz, se encargaba de alargar esa parte.
   Un día, cuando el otoño ya estaba a punto de sucumbir al invierno y caía la noche, ella se armó de coraje, había estado pensando en que haría y lo hizo. Después de decirle a su padre lo que había decidido, se fue de casa corriendo con los gritos de él tras de sí. Se perdió por las calles de la ciudad hasta que llegó a la casa de su mejor amiga, quería contárselo a alguien y quien mejor que ella para hacerlo.
   Su amiga tenía una fea costumbre, solía mirar embobada el cristal de su habitación cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia, lo hacía hasta olvidarse de sus quehaceres, y eso, en su pequeño rinconcito del mundo, era muy habitual. Un día mientras miraba embobada, su mejor amiga la llamó desde fuera. Era Helen, que traía el pelo empapado, las botas llenas de barro y un secreto que contar en los ojos. Salió y fueron a un parque cercano, escondidas dentro de uno de esos columpios con forma de tubo, Helen le contó lo mucho que le había costado decidirse, pero que ahí estaba, dispuesta a contarle lo que sentía por alguien a quien conocían.
   Le contó que creía escuchar un piano tras una tormenta cuando esa persona la miraba, que, a veces, cuando estaba a solas con esa persona le temblaban las rodillas, pero no hacia los lados como negándolo todo, sino que le temblaban de arriba abajo, convenciéndola de que era la persona correcta. También que le encantaban sus manos, que cada vez que las veía creía estar frente a un lago en calma, y otras en el centro de un huracán, pero no de viento, sino de aventuras. Al final le confesó que creía estar enamorada, que llevaba días sin apenas comer ni dormir, que no hacía más que darle vueltas a la cabeza y que tenía que contárselo a alguien, así que por eso estaba allí.
   Luego, cuando su respiración estuvo menos agitada y entre una de esas sonrisas cargadas de picaresca, le contó cómo se lo había dicho todo a su padre. Le había dicho que estaba cansada de que el final, en las historias, siempre llegase después de un montón de problemas, y que ella no quería eso, los consideraba problemas inútiles, sobre todo cuando sabes que el final feliz vive a dos manzanas de ti, le intentó explicar cuando se marchó. Pero su padre, como había imaginado, no estaba para escuchar sandeces de una adolescente, él ya tenía sus propios problemas que resolver, la mayoría de ellos encerrados en facturas u otros papeles tanto o más aburridos.
   - También he traído esto – Dijo sacando el diario de debajo de la camiseta, quería enseñarle lo mucho que había escrito, pero primero le enseñó la portada: Era un dibujo bastante simple de ella con un lápiz gigante que simulaba dibujarle palabras a la altura del corazón. Mientras le explicaba como lo había hecho su padre asomó por uno de los lados del tubo y la agarró del brazo. A Helen no se le cayó en ese momento el diario... ella lo dejó caer.

    Se la llevó de allí arrastras y gritándole. Su amiga no sabía qué hacer, esperaba que la bronca no fuera tan grande y que al día siguiente, en el instituto, le pudiese devolver el diario.
   Helen podría haber vuelto a casa sin problemas si su padre no hubiese estado cabreado, si sus gritos no hubiesen llamado tanto la atención o si, aunque hubiese sido por un segundo, la pistola del atracador que los detuvo de camino a casa, se hubiese quedado encasquillada. Pero no lo hizo; sus cuerpos yacieron en el adoquinado, su sangre contaminó el agua y sus muertes apagaron la noche.

   Sarah Wheeler, la amiga de Helen, nunca pudo devolverle el diario y al enterarse de lo ocurrido, juró no invadir su intimidad y no lo leyó. Nunca supo que fueron sus iniciales las que descansaban al final de cada página, ni tampoco nunca se admitió a sí misma lo mucho que le temblaron las rodillas a Helen aquella noche. 

domingo, 6 de enero de 2013

SE PODÍA VOLAR

   Las calles claman silencio. Están de luto. No saben por qué, pero hay vidas que se van sin haber cantado sobre su asfalto. Sin ni tan siquiera haber hecho ruido.

   Justo acabó el minuto de silencio que los caminos han guardado en honor a las víctimas, a las víctimas de tanto engaño, porque es una mentira creer que estás caminando por el mero hecho de estar dando pasos.

   El viento lleva callado en una esquina del mundo, mudo y sin amigos, más de cien años, ¿por qué nadie lo ve?, no, porque nadie lo siente.

   El firmamento ya no enciende más faroles mientras haya uno de nosotros con vida, ha decidido no obligar a ninguna estrella más a ver nuestra particular batalla.

   Qué decir de la luz en las miradas, se cayó al suelo porque creyó tener todas las preguntas respondidas, y los sueños, que la sujetaban a la altura de nuestra vista, flotando y tirando de ella, como decenas de globos de helio, fueron explotando a golpe de madurez, telediario y olvido.

   Más de una flor ha abdicado y se ha abandonado a la primavera, que dicen que ya no hay nadie que las huela y que cuando nos acercamos a ellas es para cortarles la cabeza.

   El Sol y la Luna, los dos testigos protegidos por la distancia y que, por tener forma de esfera, no nos dimos cuenta, pero hace siglos que nos dieron la espalda.

   Las gotas de rocío, siempre las primeras en levantarse, andan buscando nubes en el cielo para evitar salir mañana.

   El amor, que decir de él, que poeta podría hablar de amor sin después lavarse las manos, las palabras y el pincel. El pincel, si, porque del amor no se habla, se pinta. Y poco puedo decir, más que anda por ahí, bajo algún balcón, en alguna esquina o reposando en alguna abadía. Harto de que lo utilicen en riñas, debates y canciones vacías. Le falta el oxígeno y apunto está de ahogarse, pues respira ilusión, y se atraganta con cada desprecio o cobardía.

   Con todo ese puñado de ausencias, y algunas más que no levantaron la mano cuando la vida pasó lista, nos hemos quedado. ¿Solos? No, solos no, aún nos queda lo que nos hemos empeñado en conservar, cosas tales como el dinero, el odio, la envidia, la hipocresía, el miedo y algunas más.

   Hay quien desde debajo de un montón de notas musicales y llevado por la tristeza, o quién sabe si la nostalgia, se encarga noche a noche, palabra a palabra, a recordar que hubo un día en este mundo en el que se podía respirar, suspirar e incluso llorar sin velos o distancias. Hubo una vez donde en toda esta tierra que la hemos hecho yerma, se podía volar.

   Quien haga caso a este u a otro loco que con alguna de las artes os saque del ensimismamiento durante un insomnio o dos, no encontrará más que decepción y esperanza, de él dependerá que emoción le dé abrigo en las próximas noches. Sólo he de terminar diciendo, que sea lo que sea que elijan, sepan que dicen por ahí, que en esta era, es a los buenos a los que les toca defenderse... y que, aunque ya no importe, sepan que sólo los niños, alzando sus brazos, podrán echar este mundo a volar.