lunes, 23 de febrero de 2015

DADME TIEMPO

   En el momento en el que adquiero conciencia de la capacidad destructiva que la monotonía, teñida de mediocridad y dejadez, puede llegar a tener en el curso de mi vida, doy gracias a quien me plagó la infancia de libertades y con ellas me educó. Tal vez no habría forma de ansiar la libertad de no haberla conocido, y me vería ahora hundido en el ignorante conformismo de quien deja de remar porque no conoce tierra alguna.

   Sacudo el polvo de mis botas y lo despido con la nostalgia de quien agradece que, a pesar de haberme endurecido la piel, no me haya arrebatado la capacidad de enamorarme hasta el frágil punto de no creer necesitarme.

   Voy a quejarme de mi suerte. Soy consciente de que al hacerlo, siendo consciente al momento de la suerte de muchos otros, hago apología de la hipocresía. Aun así, voy a llorar a destiempo, a romper con la monótona cara de sosiego que muestra la tripulación de mi barco; voy a ser débil y a sentar la rodilla en el suelo, que espero que al menos, siendo aquí, esté mojado. Allá voy: ¡menuda mierda donde me he metido!

   La distraída mirada de Proust y la dejada sonrisa de Benedetti custodian mi mirada perdida. He hecho de mis vistas un improvisado parapeto tras el que refugiarme cuando sólo yo me veo. En momentos como estos, agradezco a quien me enseñara a distinguir  no solo a los derrotados a todas luces, sino también a quienes, tal vez, sin querer saberlo, viven en un estado de rendición. De apacible y digna derrota, sin luces ni sombras. Olvidados en el tiempo. Alejados de la memoria de los que vienen. Inexistentes, pero igualmente, como el resto, habiendo sido y siendo, fértil pasto de los gusanos.

   Sigo escribiendo. Lo prometo para así, no olvidarme de cumplirlo. Me gusta creer, con vacía y contagiosa ambición, que escribo un billete de vuelta; No a un lugar, de vuelta a una libertad ahora con precio, intereses e inflación aparentemente ineludibles.
Me levanto todos los días dando gracias a quienes me educaron en el aguante, porque pocas virtudes son más útiles para quien se ve en un viaje donde lo ansiado es inalcanzable.

   Fue ya hace meses. Años tal vez. Cuando reparé en que ante la duda de hacer un gasto importante, siempre equivalía el precio al tiempo que había usado para adquirir tal dinero. Dándome cuenta así de una verdad tremenda: Mi vida, era un producto más de este, mil veces dicho, despiadado mercado. Uno más de esos productos que ordenamos por su valor, tamaño o estrategias de marketing, en las interminables estanterías de los supermercados. Agradecí entonces a quienes me capacitaron para ver en la vida el valor de la misma, sin más matices ni valores que la diferencien y, así mismo, la perjudiquen.

   Y así vamos. Dispuestos a seguir agradeciendo –ya acabo– la suerte de poder quejarme, que por ahora, es lo único que uno tiene reaños a hacer.


   A mí, a los que están, y a los que ya no, os agradecería –y advertiría–: Dadnos tiempo y gente libre de mordazas que nos lea, y ellos, cambiarán el Mundo. 

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