En el
momento en el que adquiero conciencia de la capacidad destructiva que la
monotonía, teñida de mediocridad y dejadez, puede llegar a tener en el curso de
mi vida, doy gracias a quien me plagó la infancia de libertades y con ellas me
educó. Tal vez no habría forma de ansiar la libertad de no haberla conocido, y me
vería ahora hundido en el ignorante conformismo de quien deja de remar porque
no conoce tierra alguna.
Sacudo
el polvo de mis botas y lo despido con la nostalgia de quien agradece que, a
pesar de haberme endurecido la piel, no me haya arrebatado la capacidad de
enamorarme hasta el frágil punto de no creer necesitarme.
Voy a
quejarme de mi suerte. Soy consciente de que al hacerlo, siendo consciente al
momento de la suerte de muchos otros, hago apología de la hipocresía. Aun así,
voy a llorar a destiempo, a romper con la monótona cara de sosiego que muestra
la tripulación de mi barco; voy a ser débil y a sentar la rodilla en el suelo,
que espero que al menos, siendo aquí, esté mojado. Allá voy: ¡menuda mierda
donde me he metido!
La
distraída mirada de Proust y la dejada sonrisa de Benedetti custodian mi mirada
perdida. He hecho de mis vistas un improvisado parapeto tras el que refugiarme
cuando sólo yo me veo. En momentos como estos, agradezco a quien me enseñara a
distinguir no solo a los derrotados a
todas luces, sino también a quienes, tal vez, sin querer saberlo, viven en un
estado de rendición. De apacible y digna derrota, sin luces ni sombras.
Olvidados en el tiempo. Alejados de la memoria de los que vienen. Inexistentes,
pero igualmente, como el resto, habiendo sido y siendo, fértil pasto de los
gusanos.
Sigo
escribiendo. Lo prometo para así, no olvidarme de cumplirlo. Me gusta creer,
con vacía y contagiosa ambición, que escribo un billete de vuelta; No a un lugar,
de vuelta a una libertad ahora con precio, intereses e inflación aparentemente
ineludibles.
Me levanto
todos los días dando gracias a quienes me educaron en el aguante, porque pocas
virtudes son más útiles para quien se ve en un viaje donde lo ansiado es inalcanzable.
Fue ya
hace meses. Años tal vez. Cuando reparé en que ante la duda de hacer un gasto
importante, siempre equivalía el precio al tiempo que había usado para adquirir
tal dinero. Dándome cuenta así de una verdad tremenda: Mi vida, era un producto
más de este, mil veces dicho, despiadado mercado. Uno más de esos productos que
ordenamos por su valor, tamaño o estrategias de marketing, en las interminables
estanterías de los supermercados. Agradecí entonces a quienes me capacitaron
para ver en la vida el valor de la misma, sin más matices ni valores que la
diferencien y, así mismo, la perjudiquen.
Y así
vamos. Dispuestos a seguir agradeciendo –ya acabo– la suerte de poder quejarme,
que por ahora, es lo único que uno tiene reaños a hacer.
A mí, a
los que están, y a los que ya no, os agradecería –y advertiría–: Dadnos tiempo
y gente libre de mordazas que nos lea, y ellos, cambiarán el Mundo.
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