Estamos
acostumbrados a serlo, nos han enseñado a serlo con todo el peso y el ímpetu de
la educación.
Somos
niños de suficientes, de notables, de sobresalientes o unos desastres. Las
notas nos adentran a escobazos dentro de una jerarquía plasmada ya en el mundo
laboral para el que nos preparan (como el entrenador que masajea los hombros de
su boxeador antes de que suene la campana que anuncia el siguiente round). Qué
serás: mozo, encargado, jefe de departamento, directivo…
Las
ciudades están divididas en barrios donde asumimos de antemano que viven
personas de una clase u otra. El lenguaje es usado como bandera para acreditar
a que clase social pertenecemos. Si nos vamos al extranjero es porque nos vamos
a buscar la vida, si vienen a nuestro país es porque vienen a quitarnos el
trabajo, claro, es que son de otra clase. Forbes y su lista de los más muchimillonarios, Amazon y su lista de
los más vendidos, la federación internacional de atletismo y su lista de los
más rápidos.
Nos
jerarquizamos siguiendo infinidad de criterios, la mayoría banales, absurdos e
injustos hasta rayar la barbarie. Fijaros
en algunos como el lugar de nacimiento: Aquí naces en Gaza, kilómetro y medio
al este habrías nacido en Israel y claro, habrías sido israelí y ahora
bombardearías en lugar de ser bombardeado. Seguramente la composición de la
tierra y rocas sea la misma aquí y allí, pero es que hay una línea imaginaria
que claro, te convierte en una persona de otra clase.
El
clasismo ordena nuestro alrededor, lo racionaliza, lo amolda a una forma de ver
el mundo repleta de cajones y etiquetas, nos da la sensación de tener el
control porque creemos saber que es cada cosa, a que cajón y lugar pertenece y
por tanto que se espera de ella. Nos aleja de una visión abstracta y global
para someternos al yugo del prejuicio y la ignorancia más parcial e
irresoluble.
La
metáfora que se me viene a la cabeza es la del niño al que la, ya de por sí
ciega, educación le venda los ojos y le dice que para que todos salgamos ganando
debe destrozar la piñata que tiene cerca. El mundo adulto le da el bate y el niño
anda, desorientado, agitando el bate, moliendo a palos a todo el que pille por
el camino, pero qué más da. Claro que niños somos todos y bates los hay de todo
tipo, no sé si me explico.
Seguramente
nos rompamos la vida a ciegas antes de que encontremos la piñata.
Seguramente
no haya piñata.
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