Hoy voy a contaros una historia, no es mi historia, es la de
alguien que nació y vivió aquí, en España. Al abrigo de una familia humilde.
Supongamos por un momento que su educación fue perfecta y desde que empezó en el jardín
de infancia hasta que terminó en el instituto aprendió a ser libre, respetar
los derechos y libertades de los demás, ser igualitario y a decir no a la
discriminación por etnias, sexo, religión, cultura o discapacidad. Aprendió a
ser responsable, a trabajar en equipo, y a resolver los conflictos a través de
los principios democráticos y la tolerancia. Aprendió un segundo idioma, a
respetar a los que le rodean aquí y más allá de estas fronteras, a adquirir
hábitos intelectuales que satisficieran sus inquietudes, a hacer deporte y
hacer todo, todo eso con tesón, esfuerzo y constancia.
Añadamos también que de su familia, sus amigos, su perro
“Whisky”, su primera, segunda y su tercera pareja, ayudaron a complementar muchas
de las cosas que le enseñaron en las aulas y le añadieron algo que no cabría en
ninguna ley de educación: El amor.
Con todos esos ingredientes no le fue demasiado difícil
graduarse en la universidad. A quienes si le costaron un poco más fueron a sus
padres, su madre tuvo que buscarse un trabajo y tuvieron que sacrificar
vacaciones y caprichos. (Que se lo digan a su único coche, que aún lleva la
pegatina de curro en la puerta de atrás)
Luego dos años repletos de cursos, prácticas de empresa,
voluntariados y por fin… estaba dispuesto a llamar a la puerta de su primer
trabajo. A estas alturas de la historia, supongo que sabrás cual fue la
respuesta que encontró. Aunque él era de insisitir e insistió
Se le pasó por la cabeza salir al extranjero, pero pensó que
ir a un sitio en una mejor situación en lugar de intentar la situación aquí,
sería de cobardes, así que siguió repartiendo curriculums
Después de corroborar que no tenía ni el suficiente dinero como
para emprender ninguna idea propia, hizo lo que muy pocos hacen, se sentó,
pensó y reflexionó sobre cuál sería la posible solución al panorama que estaba
viviendo. Lo primero que hizo fue responder a los que muchos le insistían
diciéndole “así es la vida”, con un “No, así la hemos hecho nosotros”. Y le
llevó a creerse a sí mismo que si así la habían hecho otros, ellos podrían
cambiarla.
Tuvo que sentirse perdido para encontrarse consigo mismo, y
no pasó poco tiempo cuando se dio cuenta de que en un mundo donde se gritan
mentiras, el silencio no sólo era una gran verdad, sino un gesto de revolución.
El silencio como pilar básico de la revolución de los perdidos. Silenciar las
mentiras con verdades, silenciar las calles, plagadas del ruido de motores, con
ruido de pancartas y gritos de justicia, silenciar la injusticia en el trabajo
con huelgas cargados de democracia, silenciar la ignorancia con información, la
parcialidad con la imparcialidad, silenciar la desilusión con esperanza y como
no, el odio con libertad.
Tal vez el silencio no sea la solución, pero sin silencio no
hay quien escuche, y tal vez alguien en otro sitio diga cual sea la solución y
el ruido nos impida escucharla. Así que tal vez el silencio no sea la meta,
pero sabed que no hay meta sin camino.
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