Al
otro lado del espigón la luz de las primeras llamas se tragaba la oscuridad de
la noche. A estas alturas la flota del señor de la isla de Beëila estaría
contraatacando las más de dos docenas de galeras que se acercaban por la costa
occidental. Seguramente ya hubiesen empezado a defenderse catapultando barriles
de brea y flechas envueltas en fuego desde lo alto del adarve del castillo.
La
luz y el sonido del crepitar de las llamas le hacían suponer al contramaestre
que más de un palo mayor estaría ardiendo, jarcias incluidas. Sólo esperaba que
los capitanes al mando hubiesen sido lo suficientemente inteligentes como para plegar
las velas y sacar los remos al acercarse a la costa. Aún no se escuchaba el
choque del acero, y eso era una buena señal, significaba que la batalla aún no
se había llevado a tierra firme, y que todavía estaban a tiempo de sorprender a
la guarnición del castillo por su retaguardia.
-
¡Señor, Marina está anclada, esperamos órdenes! – Quién informaba era Taburete,
un soldado en el que se podía confiar, estaba al mando del resto de los suyos y
todo el mundo lo llamaba así porque se decía de él que fue capaz de dejar fuera
de combate a dos hombres armados de acero, con la pata de un taburete. Desde
entonces, llevaba la corta pata atada al cinto, mostrándola, para que a nadie
se le olvidara lo diestro que podía llegar a ser.
- Ordena sacad los botes y remos, cargadlos
con candiles y armas, y dejad a seis hombres a bordo – A pesar de que
necesitaría todos los hombres posibles, el contramaestre no podía permitirse
abandonar la salvaguarda que suponía su bergantín.
Bajaron en los botes al agua. Tras los
afilados espigones que circundaban esa cara de la isla reposaba la paz que
faltaba al otro lado. El cielo estrellado y sin luna se reflejaba en las aguas,
ahora más tranquilas. Se podía escuchar en la lejanía una melodía hecha con
girones de viento, y el ruido del fuego y gritos angustiados de hombres
empujados a la batalla, como contrapunto.
Los hombres remaban en seis botes dispuestos
en una hilera de dos, encabezados por los gobernados por el contramaestre y
Taburete. Poco a poco iban adentrándose entre un mar de rocas salientes que dibujaban un, cada vez más
hermético laberinto de pizarras y corrientes de agua. Detrás dejaban a Marina y
seis hombres a bordo. Las velas del bergantín, la mayoría recogidas, estaban
tintadas de un azul marino que, si difícilmente se veía desde la perspectiva de
los hombres que se alejaban, menos aún se verían desde un punto más alto, pues
se confundían con el agua. El barco y los hombres perfectos para desenfundar el
acero antes de que nadie los viera. Entrar y hacerse con el control de la
puerta oeste de la fortaleza, esa era la misión.
Taburete empezó a contar la historia de
aquella melodía que el viento se encargaba de fabricar allá arriba, en las
entrañas del castillo:
-
Dicen que los Beëilisianos se encontraron bestias reptiles, tan grandes como
caballos, cuando llegaron hace siglos a esta isla – Susurraba con tono amenazador
lo suficientemente alto como para que todos pudieran escucharlo, y temerlo –
Sus espadas dieron caza a casi todos, a los que no mataron, los domesticaron. A
todos excepto a uno, a una mole de escamas tan grande y feroz que arrancaría el
mástil de una galera de un solo bocado. – Esbozaba una sonrisa pícara, pues
sabía que más de un soldado se removía ya inquieto en su asiento. El pobre Pot,
un soldado joven y de noble cuna odiaba tener que lidiar con las historias de Taburete,
aún así le reconfortaría tenerlo cerca durante la batalla. Taburete siguió
contando: - A esa criatura no consiguieron matarla, pues sus escamas eran tan
duras como el diamante, y no había lanza que pudiera atravesarlas. Así que le
tendieron una trampa y la capturaron, desde entonces la tienen encerrada bajo
los cimientos del castillo, cuyos muros le sirven de cárcel. Allí, adormilada
respira creando esa melodía que escucháis, y por eso los mercaderes llaman a
esta isla, la isla que canta. – Sonrió burlonamente – Aunque más bien deberían
llamarla la isla que respira.
El contramaestre sabía que toda esa historia era solo habladurías de ancianas y bardos. La melodía que el viento forjaba era producto de un millar de agujeros que tenía la pared este del castillo, laminados en bronce, de tal forma que el viento, al pasar por las oquedades de la piedra componía una particular melodía. Siendo distinta cuando las rachas de viento anunciaban una tormenta. Los antiguos utilizaron esa estrategia para que el pueblo supiera cuan cerca estaba el mal tiempo, pues en ese pequeño rincón del mundo, las tormentas eran frecuentes. Fuera como fuese, los Beëilisianos consideraban el silencio un mal augurio, y él, estaba dispuesto a utilizar eso a su favor.
El discurrir del agua salada se estrechaba,
los seis botes avanzaban ahora entre dos moles de pizarra de varios cientos de
metros de altura. Tras las rocas de la derecha dejaban su billete de vuelta, el
bergantín; tras las rocas de la izquierda, el campo de batalla, aquello que les
daría una vuelta repleto de honores e historias que contar.
Según las indicaciones del contrabandista al
que apresaron, la escalinata por la que podrían acceder a la isla debería de
estar muy cerca, así que remaban ojo avizor e intentando ser tan silenciosos como
un mal augurio.
Cuando estaban a punto de encender los
candiles, el contramaestre atisbó un saliente a babor y ordenó que detuvieran
el avance con el puño en alto. Los soldados mantuvieron los remos en el agua
para darle estabilidad a los botes mientras taburete saltaba al pequeño
saliente y echaba un vistazo. Desde su perspectiva la escalinata era tan
empinada que parecía llegar al mismísimo cielo. Justo como había descrito el
contrabandista. “Alguien se acaba de ganar la libertad” Pensó taburete.
Amarraron los botes y comenzaron a subir. Si
había alguien que no sonreía mientras ascendían por la escalinata, ese era Pot,
a él le hubiese gustado ser uno de los seis elegidos para quedarse en el barco,
allí donde el silencio era una compañía agradable, y no iba de la mano de
ningún acero. Aunque si quería ganarse el respeto de los vasallos de su padre
cuando volviera al reino, más le valía traer su armadura llena de abolladuras y
sangre ajena.
Fue una ascensión interminable. La
superficie estaba húmeda y exigía ser lo más escrupuloso posible a la hora de
decidir donde pisar. Escalaban en una hilera de a uno, el contramaestre a la
cabeza.
Cuando consiguieron ascender se encontraron
envueltos en un pequeño bosque de pinos soldado. El suelo estaba lleno de hojas
de aguja y piñas. La puerta del castillo se alzaba a menos de una legua al
oeste, así que se pusieron en marcha.
Avanzaban silenciosos, por entre los árboles,
dejando el camino a su derecha, visible y sin ninguna patrulla que custodiara
ese lado de la isla. Cuando atisbaron la pared de sílex y granito del castillo
se detuvieron.
-
Esperad – Ordenó el contramaestre – Mirad allí, ¡maldita sea! Acaba de salir
una avanzadilla. – Una docena de hombres se dejaba ver, la poca luz de la noche
se reflejaba en sus cotas de malla. Un hombre ordenaba al resto a dividirse e
inspeccionar los bosques circundantes. “Alguien se ha ido de la lengua” pensó
el contramaestre.
- ¿Atacamos, mi señor? – Preguntó Taburete
inquieto.
Ellos eran más, pero si salían al camino y
se dejaban ver, darían la voz de alarma. Mientras pensaba en qué decisión tomar
escuchó una orden que hizo que sus miedos se alzaran en armas.
- ¡Llevad a la bestia con vosotros! – De
entre las sombras, aparecieron tres hombres que arrastraban a un lagarto tan
grande como un caballo adulto, aunque no llegaba a tener su estatura, sus patas
eran fuertes, su cola se movía nerviosa ora arriba ora abajo, y lanzaba dentelladas
a los soldados que lo llevaban amarrado del cuello con un listón de acero. Ellos
y dos hombres a caballo se dirigían hacia su escondite entre los pinos.
- Orden, mi señor – susurró Taburete
mientras se acercaban - ¡Orden, mi señor! – Gritó taburete cuando los tenían
casi encima – Ahí vienen… - dijo ahogado, echándose la mano a la pata de
taburete.
- ¡Responda! – La voz que sonaba era otra,
incluso el lugar era otro - ¡Responda señorito Iván! ¿Sabe acaso de que hemos
estado hablando durante toda la clase? – Quien le preguntaba era el profesor de
filosofía, llevaba un libro en las manos y lo observaba fijamente. De repente
se dio cuenta de que todos lo miraban, y de que ya no estaba en la isla de
Beëila.
- Dígame, ¿sabría decir de qué han tratado
los últimos cuarenta y cinco minutos?, ¡Oh, claro que no! – Dijo sin dejarle
tiempo para responder – Ha vuelto a quedarse pasmado, ensimismado pensando en
dios sabe qué.
Estaba avergonzado, escuchaba a algún
compañero aguantarse la risa a sus espaldas, pero no supo que decir, sólo
agachó la mirada.
- ¡Silencio! – Esta vez se dirigió a toda la
clase – A ver, Daniel, díganos usted que acabo de explicar.
Daniel, al otro lado de la clase, se levantó
erguido y comenzó a recitar:
- Hemos estado hablando sobre el concepto de
la imaginación y la opinión que tienen al respecto distintos autores.
- Muy bien, puedes sentarte. – Luego
prosiguió con la clase – Para Kant había dos tipos de imaginación…
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