No llegó a la docena de libros leídos
cuando Iván empezó a escribir sus primeras frases; y si bien ya había hecho sus
primeros pinitos sobre las losas del Arremangado –años atrás– ahora construía
frases verdaderamente profundas, algunas incluso rivalizaban con las de su
compañero de calle. Éste fue, por otro lado, el justo detonante por el que
empezaron a volver a desafiarse al juicio de los viandantes. Normalmente, por
muy astuto, atrevido o ingenioso que se prestara a escribir Iván, el perro
viejo siempre solía recaudar más dinero con sus frases bien aderezadas. Así
pues comenzó una conversación que acabaría en el reto más importante al que
Iván tuviera que enfrentarse.
–Creo que la gente ha empezado a
diferenciar tu letra de la mía, y por supuesto, todos quieren granjearse el
favor de quien toca la armónica, no de quien está aquí sentado viéndolas venir–
Se quejaba Iván tras hacer un último recuento y volver a comprobar que había
perdido. El Arremangado no dijo nada, sólo se limitó a encogerse de hombros y
seguir tocando.
–Al menos, hoy han sido más
generosos que otros días. Tendrás una excusa para celebrarlo con tu amiga–
Señalaba cómplice a la librería de en frente donde sabía de buena mano la
atracción que la dueña provocaba sobre el mendigo. Por su parte, éste último,
cabeceaba, negando cualquier parecido con la realidad. –Por cierto, nunca te lo
he preguntado. ¿No tienes miedo de que un día dejen de echarte monedas?– Iván,
tras formular la pregunta se echó sobre el muro, y se refugió cuanto pudo en su
chaqueta. Refrescaba y sabía de sobra, que en cuestión de palabras, el
Arremangado era prudente hasta la saciedad.
Al rato contestó:
– No, no es miedo. Confío en la
generosidad, o más bien en el toma y daca que hay entre nosotros– señaló a la
gente que pasaba por la calle– Es cuestión de música. Yo uso la armónica y
ellos, a falta de triángulo, el tintineo de sus monedas. –Iván reía su particular
forma de ver las cosas e imaginaba la cara que pondría si alguien, en lugar de
lanzar unos céntimos, le acompañase con un triángulo.
–Y tú, Iván, dime, ¿a qué tienes
miedo?– Sin esperar una respuesta siguió con su toma y daca callejero empujando
a su instrumento en una improvisación más.
Eran pocas las veces en las que Iván
tenía la oportunidad de impresionar a quien tanto admiraba y tanto tenía miedo
de envidiar, así que pensó, y aun pudiendo escoger por una respuesta elaborada,
decidió ser sincero y obvio.
–Si a algo tengo miedo es a hacer el
ridículo delante de mucha gente.
–Pues estás en el sitio equivocado–
Advirtió el mendigo sorprendido.
–Aquí en realidad me siento cómodo.
Pasamos más desapercibidos de lo que nunca creí, y aunque a veces nos rodeen
docenas de personas tocando el triángulo, no nos miran juzgándonos. Diría que
esperan poco o nada de nosotros, o al menos de mí.
–Temes decepcionarlos.
–Temo, simplemente hacer el
ridículo– Se había metido en un embolado, pues el Arremangado se mostraba
curioso en algo que a él le costaba expresar. – y para hacer el ridículo, antes
tienen que esperar algo de ti, para que luego tú frustres sus expectativas,
ridiculizándote.
–Te reto– Respondió el mendigo
sonriendo peligrosamente.
–Miedo me das…
–Te iré a visitar y pasaré toda una
tarde en el bar donde me dijiste que fuera, si esta vez consigues recaudar más
dinero que yo– Interrumpió el Arremangado, ansioso por empezar.
–Y te declararás a la librera–
Contraatacó Iván
–Hecho
–En verso
–De acuerdo
–Escrito por ti y recitado a pleno
pulmón
–…no se hable más– y tendió una
mano, esta vez menos convencido. Después ambos empezaron a escribir en una
losa, mirándose con recelo. Esta vez Iván, intentando imitar la horrible
caligrafía de su contrincante. Las colocaron con un cesto delante de las
respectivas frases y esperaron. Y mientras esperaban, Iván cayó en la cuenta de
no haber preguntado cuál sería su parte del trato.
Huelga decir que Iván perdió y su
castigo, que bien se lo guardaba el Arremangado, lo desvelaría al día
siguiente. «Con pelos y señales» prometió explicárselo; y no sólo pelos y
señales tenía, sino también normas y bases escritas en un papel que parecía
haber sido arrancado de algún sitio. Eran las bases de un concurso de
literatura en el que Iván tendría que participar. Un concurso de cuentos infantiles
que, literalmente exponía: «El ganador deberá de leer sus cuentos en el teatro
municipal, al que se invitarán a niños y niñas de la ciudad…El premio será la
edición de un libro infantil…». Iván palideció y aunque aferró todas sus
esperanzas en no ganar aquel estúpido concurso, una parte de él fantaseaba con
la posibilidad de hacerlo, así que aferrado a su orgullo y esa minúscula
esperanza, escribió lo mejor que pudo y ocultó en él un mensaje que por todos
ya es sabido.
Ganó, pasó la vergüenza de su vida y
con casi la mayoría de edad, vio su libro en los estantes de la librería que el
Arremangado se obstinaba a visitar a diario. Tardó en contarle al mendigo cual
había sido su plan. Si bien el paso del tiempo había hecho sucumbir las
esperanzas de encontrarse con quien quiera que escribiese en aquel muro,
también lo había convertido, por su imposibilidad, en algo utópico e
idealizado. Le atribuyó a aquellas pictóricas conversaciones la fuente de donde
naciera el coraje con el que combatió aquellos momentos oscuros de su infancia
a los que, ya por fortuna, poco hacía por recordar.
El Arremangado le sonrío la
estrategia, y aunque a veces fuera él quien le bromeara con pullas del estilo:
«Buscas que un día llegue al bar una chica linda buscándote, y puede que te
lleves una sorpresa. Imagina a un chico de tu edad –de lento ingenio y comida
rápida por norma– entrando en el bar, buscando a la desesperada a la misma
chica que tu imaginas», al igual que Iván, siempre sostuvo el mismo deseo
idealizado de aquel encuentro. Y cuando Iván se veía arrinconado entre tantas
dudas, siempre apelaba a su imaginación, es decir a la imagen que había ido
puliendo día tras día de la otra persona.
Después de haber compartido aquel
mensaje secreto con el Arremangado comenzaron de nuevo las conversaciones en
las que ambos tejían un plan de actuación elaborado –y a veces hasta cómico–
sobre que debería de hacer para encontrarse con esa enigmática persona, y en una
de esas conversaciones surgió la idea de diseñar e incorporar un juego de mesa
a la variedad de juegos tradicionales que ya se usaban en Mediodía. Luego vendría la tarea de convencer y organizar un
evento, al menos mensual, relacionado con el juego, e imprimir en él las mismas
siglas que ya pusiera en el muro y en el libro de cuentos. Finalmente,
acordaron que el Arremangado se encargaría de preguntar regularmente a la
librera sobre quienes habían comprado el libro –cosa que pactó con sumo placer–
y así, de esa forma, tramaron toda una red capaz de atrapar la más ambigua de
sus ilusiones.
El resto de la historia con respecto
a lo que nos concierne ya es bien sabido. Aunque habría que mencionar el trato
decepcionante que tanto castigó la ilusión de un encuentro. Transcurrieron
varios años, y si bien, el juego de Gatos
de tiza había triunfado en su variante más banal, Iván no encontró a la
persona con la que compartiese tan intrincada aventura. O eso creyó hasta el
último momento.
Antes que él, fue el Arremangado quien vio
por primera vez a Daniela. Ojeaba un ejemplar tras una estantería, aunque
realmente donde tenía el ojo echado era en el mostrador, donde los rizos
castaños de la librera daban la bienvenida a los últimos clientes de la mañana.
Quedaba poco para que cerrara y justo cuando el Arremangado se marchaba –otra
vez– con la mente repleta de supuestos soliloquios donde confesaba un amor
platónico, entró Daniela. Iba con prisas, pidió el libro de Iván, y al hacerlo,
el mendigo se fijó en ella. Tenía un aspecto emocionado y distraído, resoplaba
aliviada cuando vio que aún quedaba un ejemplar, y si bien ella nunca vio al
Arremangado, él sólo la describiría después, diciendo: «Tenía los ojos
demasiado azules»
En aquel tiempo Iván se veía
ajustado por una economía familiar cada vez más exigua, y aunque prácticamente todo
lo que ganara sirviendo lo daba a su familia, la situación era cada vez más
crítica. Agobiados siempre por el pago de un piso en el que vivían y otro en el
que nunca volvieron a sobrevivir. Por esas y otras razones más propias de la
madurez de su juventud, Iván llevaba largo tiempo pensando en viajar a la gran
ciudad y probar suerte allí. Al menos –y con ello apaciguaba su conciencia–
ahorraría a su madre y tía un plato de comida que poner todos los días, y en la
medida que le fuera posible, se prometió seguiría enviando dinero a casa.
Con la decisión tomada, decidió
marcharse lo antes posible, y solo se concedió esperar hasta el siguiente día
treinta para llevarlo a cabo, pues en el fondo, y después de tantos años, había
conservado aquella idea infantil de un reencuentro que diese sentido a su
espera. Prueba de ello era el que siempre que un desconocido venía por primera
vez preguntando por Gatos de tiza, Iván mostraba el dibujo y preguntaba –igual
de ilusionado que lo estuviera cuando dibujara la primera línea– aquello de:
«¿Habías visto esto alguna vez?».
Tuvo que ser la última vez, la gota
que ya, después de colmado el vaso, cayera fuera del mismo y salpicara de un
azar inesperado –y por otro lado, esperado hasta la saciedad– a los dos.
Daniela negó con la cabeza y de esa forma se sacudió aquel azar, dejándolo
huérfano de un primer encuentro cargado de nostalgia.
Negó, y lo hizo por recrearse en el
secreto que tanto había guardado, y que no estaba dispuesta a compartir con el
primer desconocido que se encontrara. Fue de esa forma como acabó su breve e
ignorado encuentro, apenas sin que ella lo mirara y él con los ojos puestos en
la gran ciudad. No se reconocieron pues nunca se conocieron.
Poco después de aquello, Iván se
despidió emocionado de su madre y tía e intentó hacer lo mismo con el
Arremangado, pero éste no quería saber nada de despedidas y sin decir palabra,
aguardó a que Iván desapareciera para dejar de tocar y echar la vista al suelo.
Volvía a estar solo, y empezaba a sentir aquella sensación demasiado familiar.
Tan profunda que desde entonces, ni su música sería siempre grata compañía.
Iván se marchó y si bien sus últimos
pensamientos querían alejarse de aquel muro, de repente recordó haberse
olvidado algo relacionado con todo aquello: No había terminado de explicar el juego
a la última persona que preguntara por él. No le había explicado qué ocurría si
no aciertas. «Si pierdes, si nunca aciertas, si nunca crees que lo harás, sólo
queda enfrentarte a todos tus errores con una melodía en los labios y bien
arremangado, para que la vida no te salpique» Pensó Iván.
Bueno, después de leerme este capítulo, me toca ponerme al día leyendo los anteriores. Muy interesante...
ResponderEliminarEy! gracias por el interés.
EliminarClaro, échale un vistazo a los anteriores y verás como muchos detalles empiezan a tener sentido. Un abrazo!
Para lo amargo de la segunda parte de este relato, el final se resuelve en un agridulce que, como la vida, es demasiado real. Es una historia muy bonita. Especialmente, este capítulo me ha encantado.
ResponderEliminarMuchas gracias Blancaflor, me alegro de que hayas paseado por esta historia :)
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