
Tardó un buen rato en
despejar el pasillo, llegar a aquel amago de almacén de zapatería, trepar por
las escaleras y apartar los kilos y kilos de escombro que taponaban la salida.
Cuando consiguió salir, su vista se fue rápidamente al suelo, la luz del Sol
que llevaba años sin ver, le cegó.
Se ajustó bien la mochila que al parecer
estaba cargada, palpó su bolsillo derecho para encontrar el metal de su
armónica, y una vez pudo levantar la vista del suelo, comenzó a andar.
El paisaje era desolador. La casa del tío
Rodri se había quedado sin techos y casi sin paredes en pie. Desde allí y en
dirección a la ciudad, antes había una barriada de casas salteadas, ahora, sólo quedaban pequeños montículos de piedras
amontonadas aquí y allí. Hacía más frío del que Iván esperaba, según sus
cálculos, era otoño, y el otoño en aquel rinconcito del mundo, no solía ser tan
frío, así que se detuvo un momento y se abrigó con un gorro y unos guantes que
guardaba en la mochila.
Llevaba caminando algo más de una hora y
pronto llegaría a la ciudad. Había algo que le inquietaba en aquella escena,
aunque aún no sabía el que.
Al principio se había alejado de la
carretera, por miedo a encontrarse con alguna milicia o sabe dios que personas
y bajo que intenciones. Pero terminó por desistir, allí parecía que nadie
hubiera pasado desde hacía siglos, así que continúo por el asfalto.
En la ciudad no cabía más esperanza que en
el resto de lugares por los que había pasado. Estaba en un sitio elevado y
desde allí vio como su ciudad natal había quedado reducida al pasto de la
guerra, y lo había hecho hacía ya tiempo, pues no se alzaba ni tan solo una
columna de humo que diese a entender que hace poco hubo algún derrumbamiento o
incendio. Nada, allí no quedaba nada que se alzara a más de tres metros del
suelo. Iván no sabía que podría haber causado aquel desastre, no había visto un
paisaje tan devastado en su vida, ni tan siquiera en aquellos documentales de
la segunda guerra mundial donde todo se veía tan imposible en el siglo XXI.
Se quedó allí hasta al atardecer, intentando
recordar donde estaba la escuela, o que montón de piedras en la lejanía fue un
día su hogar; el solar que un día fue el parque donde jugaba con sus amigos o
cualquier cosa que le resultara familiar.
Hacía cada vez más frío y se había levantado
algo de viento. Eso le alivió, hasta entonces había estado sumido en un
absoluto silencio, y aquel viento haría hablar a los árboles y las hojas.
Después de dos años bajo tierra, con la única compañía de un mundo girando,
aquel sonido le resultaba agradable.
No se había terminado de acostumbrar a
aquella vista cuando creyó escuchar algo en la lejanía, una especie de rugido
de motor que cada vez se escuchaba más cerca. Iván se levantó y se acercó a la
carretera, se escondió tras el tronco de un árbol y esperó a ver que sería
aquello. Al parecer salía de la ciudad y se adentraba en el bosque. Cuando pudo
ver en la lejanía que era sólo un hombre en una de esas antiguas motos y sin
uniforme militar, Iván se echó a la carretera e hizo señales con las manos. El
hombre se frenó al verlo y cuando estaba más cerca paró el motor y se bajó de
la moto.
Era un hombre de unos cuarenta años,
delgado, con un ancho bigote y el pelo canoso. No parecía estar sorprendido de
ver a alguien como Iván allí mismo, lo saludó y le preguntó que si necesitaba
algo, no sin antes echar un exhaustivo vistazo a los alrededores.
- No gracias, estoy bien. Tengo algo de comida y abrigo,
pero, dígame, ¿de dónde viene? – Preguntó Iván
- Del campamento, he salido a que me diera el aire, ¿tú
también has salido a despejarte?
- Si... claro – No quería tener que dar explicaciones.
- Bueno, ya que he encontrado a un compañero, ¿por qué no
me ayudas a encender un fuego? – Dejó la moto a un lado del camino y se
dirigieron al bosque. – Dime, ¿cómo llevas lo de la pulcra? por ahí dicen que
los primeros ya están cayendo.
Iván no sabía a que se refería, así que se
mantuvo en silencio y siguió recogiendo ramas secas.
- Ya... entiendo, a algunos no les gusta hablar de ello,
entre supersticiosos y cobardes anda la cosa, ¿tú de cuales eres, hijo? –
Esbozó una sonrisa que hizo que se le alzara el bigote.
- Ni tan siquiera me ha dicho su nombre
- Por ahí en el campamento me llaman Ron. Porque soy el
único que aún conserva un trago.- Enseñó con henchido orgullo una petaca. – La guardo
para el día antes de que la pulcra me dé su último golpe. – Se echó a reír.
Después de aquello siguieron hablando, e
Iván sólo sacó en claro que había un campamento no muy lejos de allí, bajo
tierra, que la bebida estaba cotizada por las nubes y que la pulcra era peor
que un dolor de muelas.
Encendieron un fuego y decidieron pasar la
noche allí. Según Ron, aquel sitio era totalmente seguro. Cuando ya cayó la
noche y ambos tenían la vista y el frio perdidos entre las llamas de la
hoguera, Iván intentó indagar un poco más:
- Oye Ron, y tú, ¿cómo llevas lo de la pulcra? – Dijo
como si supiera de lo que hablaba.
- Ya que más da, lo lleve como lo lleve acabará conmigo,
según mis cálculos, unos días antes de mi cumpleaños. – Se remangó el brazo
izquierdo y se miró una mancha a la altura del codo que se extendía hacia el
hombro y la muñeca – Según dicen, tiene que llegar hasta aquí – E hizo un gesto
con la otra mano señalando la mitad de su palma. – Entonces comienzan las
náuseas, lo vómitos y luego... ¡caput! – Dijo con gesto triste.
- Vaya...
- ¿Sabes?, yo siempre pensé que si algún día supiese
cuando iba a morir, cogería a mi mujer y no saldría del dormitorio hasta que la
palmara, tú ya me entiendes – Dibujó una sorna sonrisa. – Pero se la llevaron
en uno de los últimos bombardeos y ahora lo más triste es que sé que voy a
morir solo... – Suspiró.
- Recuerda que tú al menos tienes un último trago.- Le intentó
consolar Iván.
- Si... bueno, enséñame nuestra marca de guerra, ¿no?, es
lo menos después de que yo ya te la haya mostrado.
- Esto...
- Va, no seas tonto, no desaparecerá porque dejes de
mirarla, déjame verla – Le arremangó la manga. Allí, en su brazo no había
ninguna mancha, es más, la piel estaba tan blanca como nunca lo había estado,
era uno de los efectos secundarios de pasar dos años bajo tierra. Cuando Ron
vio que no había mancha alguna, sus ojos se abrieron de par en par, le pidió a Iván
que le enseñara el otro brazo, éste hizo caso omiso y al comprobar que tampoco
estaba manchado, Ron se echó las manos a la cabeza, estaba tan sorprendido que
no sabía que decir. Después de unos segundos miró a Iván y le preguntó:
-
Chico, ¿dónde cojones has estado los últimos años?, dime, ¡¿quién coño eres?!
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