Pasó
que el otro día iba yo entrenando por un bosque que hay cerca de casa. Otoño,
tierra mojada, hojas de tonos ocres, rojos y amarillos; hojas caídas, el cielo
gris, los árboles infinitos. Con una atmósfera peculiar, mágica, me atrevería a
decir.
Pasó
que vi allí, sentado en un banco a un adolescente con la mirada perdida. Solo.
Me
detuve y por un momento pensé en que algo debía de estar a punto de suceder.
Imaginé, y todo invitaba a hacerlo, en la facilidad con que personas como J.K. Rowling o Carlos Ruiz Zafón habrían utilizado aquel escenario y a aquella
persona para hacerla vivir una mágica aventura.
Las
circunstancias eran perfectas. Esperé a ser primer y único espectador de algo
mágico, los libros me han enseñado que en momentos como ese, la historia da un
revés: aquel joven encuentra algo inesperadamente, o va a su encuentro algún misterioso
personaje que provoca, a partir de entonces, que su vida esté repleta de
aventuras. Esperé.
Pasó
que aquel joven se levantó y se fue. Cabizbajo y solo.
Seguramente
se fue a casa. A leer.
Pasó
que no pasó nada.
¡Qué
mundo este, tan insípido y triste!
¡Qué
disparate de vida esta tan vacía y deprimida!
Volví a
casa con ganas de escribir la historia que le correspondía a aquel protagonista.
Algún día lo haría. Prometí que lo haría, pero todavía no ha llegado el día,
aún me estoy recuperando de ser consciente de tanta mentira.
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