Solía
haber una mujer al final de la calle que entre canción y canción se dedicaba a
hacer volar aviones de papel. Tocaba la guitarra y utilizaba un ukelele sin
cuerdas y obsoleto para pedir dinero. Aprovechaba los momentos en los que
estaba rodeada de mucha gente para coger un avión de papel y lanzarlo. Quien lo
atrapaba podía sugerir una canción, y si era posible, ella la interpretaba. Ese
era el juego, aunque lo importante para Eco nunca había sido aquella mujer,
sino aquel avioncito de papel.
Eco
trabajaba en Purbeck Road, dos calles más allá, en una familiar tienda de
vinilos. Al salir, de camino a casa, siempre pasaba por delante de aquella
cantante y su escurridizo avioncito de papel. Llevaba meses intentando
atraparlo para así poder sugerir su canción favorita. Cuando llegaba al lugar,
solía pensar: «La última vez aterrizó por allí» o «el viento sopla hoy en
aquella dirección» para después situarse estratégicamente. Normalmente veía
como se posaba dócilmente sobre las manos de cualquier persona que pasaba por
allí, y que volvía, como no, a proponer una canción que a él no le gustaba en
absoluto.
Un
día, mientras salía de la tienda, feliz y decidido por haber conseguido vender
un par de vinilos a última hora, se acercó al lugar donde aquella mujer erizaba
el vello de quien la escuchaba cantar Stand
by me. Estaba a punto de acabar y pronto volvería a lanzar aquel avión. Se
sitúo lo mejor que pudo y esperó a que su voz se fuera apagando dulce y
lentamente. Al hacerlo, el público, que se había arremolinado alrededor,
comenzó a aplaudir, y ella, sutilmente ruborizada, inclinaba la cabeza y sonría
de forma tan tímida y generosa, que pareciera que acababa de salir de cantar en
la ducha y que por accidente se hallara allí, sin saber muy bien que hacer.
Luego,
su rostro volvía a tornarse serio y ceremonioso, cogía el avión de papel y lo
lanzaba. Cuando echaba a volar Eco sólo podía seguirlo con la mirada, rogando
que cayera cerca. Aquel día lo hizo, pero no en sus manos, quien atrapó el
avioncito fue el dueño de la antigua floristería que había enfrente de su
tienda de música. Un viejo amigo de la familia que sabía de su obsesión, y que
con aquella afrenta de enorgullecerse por haberlo atrapado en sus narices, se
había convertido para Eco, y al menos hasta que se le olvidase, en un total
desconocido.
Sugirió
una canción de Sinatra. Eco lanzó unas monedas en el ukelele y se marchó de
allí sin esperar segundas oportunidades.
Al día
siguiente Eco cerró la tienda como casi siempre, con exactamente el mismo
género con el que la había abierto. Por su tienda solían pasar algunos
nostálgicos y muchos curiosos, pero muy pocos con intención de comprar. Aquella
tarde había decidido cerrar antes de tiempo y para colmo, había empezado a
llover. Como todas las tardes, agudizó el oído a medida que andaba por la
calle, intentando escucharla en la distancia. El ruido de la lluvia se lo
impidió y en su lugar no pudo evitar acordarse de lo cerca que estuvo el día
anterior, y al hacerlo echó un rápido e involuntario vistazo a la floristería
que dejaba atrás. Estaba cerrada.
No tardó
en toparse con su melódica voz, aceleró el paso y aunque aún había gente en la
calle, nadie se había detenido frente a aquella mujer que miraba al cielo
cantando una canción que ni él mismo reconocía.
Eco
miró alrededor, no había nadie. Era su oportunidad.
–
¿Una última canción antes de irte? – Sonrió tan bien como pudo al mismo tiempo
que se agachaba y dejaba caer unas monedas en el interior del ukelele.
–
Tal vez mañana. Con este tiempo…
–
No me hagas gritar eso de “¡Otra…otra!” – dijo intentando persuadirla.
–
Bueno, dejemos que el avión decida. – Entonces cogió el avioncito de papel y lo
lanzó, tan pausadamente como si estuviese allí expectante toda la ciudad. El
papel, un poco húmedo y arrugado voló cuanto pudo y cayó de bruces a apenas a unos
centímetros – Tal vez otro día – Concluyó aliviada.
No
cruzaron más palabras, y aún a pesar de que Eco volviera a casa con una sensación
agridulce, no pudo evitar pensar en volver a intentarlo tan pronto como tuviese
ocasión.
Al día
siguiente, en el descanso para comer, se acercó con un sándwich y se sentó en
un banco lo suficientemente lejos como para no estar rodeado de gente, y lo
suficientemente cerca como para poder escucharla mientras comía. Desde allí
veía, entre canción y canción, como el avión hacía curiosas piruetas en el aire
esquivando las manos de los más impulsivos para terminar deteniéndose
directamente en las manos de alguien que pasaba por allí; su vuelo resultaba
impredecible. Decidió no acercarse aquel día y cuando estaba dispuesto a irse,
sucedió: Aquel avión empezó a dar vueltas sobre sí mismo y como si una
corriente de aire lo guiara intencionadamente, aterrizó de forma perfecta en
sus manos.
La
emoción le albergaba, no podía creérselo ni apartar la mirada de aquel papel. Por
primera vez podría sugerir una canción, y había ocurrido como ocurren las cosas
verdaderamente importantes, sin ir a buscarlas. Suerte, realmente había tenido
mucha suerte.
Se
acercó hasta ella mientras la muchedumbre se apartaba. Algunos le gritaban una
u otra canción esperanzados en que les hiciese caso, pero él ya sabía cual
escoger.
–
¿Preparado para una última canción?– Le preguntó ella.
–
¡Claro!, llevo esperando esto meses. ¿Podrías tocar Dust in the wind?
–Por supuesto. Buena
elección– Eco le tendió el avión y se
despidió de aquel papel doblado que parecía estar escrito y reciclado. Después,
disfrutó de su canción, tan bien interpretada como siempre había imaginado.
Al terminar le volvió a echar unas monedas al ukelele y
dándole las gracias se despidió pensando que al día siguiente volvería a
intentarlo.
Decidió volver a casa y en el camino, en la fachada, no muy lejos
de su hogar, se encontró pegada una esquela que al echar un vistazo advirtió
que tenía un nombre familiar. Era el nombre del dueño de la floristería, había
recientemente fallecido. Su felicidad se quedó aplastada por aquella esquela y
de repente, mientras la leía, todo le empezó a dar vueltas. Arrancó el papel y
sobrecogido corrió hasta su casa. Sacó las llaves tan rápido como pudo, subió
los dos pisos, entró y fue directo al salón. Dobló la esquela en forma de avión
de papel y lo vio, era idéntico al que
atrapara hacía unos minutos. Luego empezó a hacer memoria: No recordaba haber
visto a la misma persona atrapar dos veces el avión de papel, se estremeció al
recordar los giros tan extraños que hacía el avión y en como el día anterior
había aterrizado sobre las manos de su amigo. Por último recordó lo que le dijo
aquella mujer «¿Preparado para una última canción?». Nervioso y perturbado se
abalanzó sobre el tocadiscos y lo encendió. Colocó un disco y justo cuando
dejaba caer la aguja sobre él, sintió como un fuerte dolor le atenazaba su
brazo izquierdo. Su mente daba vueltas alrededor del recuerdo de aquel maldito
avioncito del que ahora intentaba huir y donde finalmente era él quien se veía
atrapado. Después un resuello le hizo llevarse la mano al pecho y se derrumbó
asustado y sin aliento.
De fondo se oía una
canción, pero él ya no podía escucharla.
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