
Daniela y sus
veintidós años estaban delante de aquel muro transformado en un improvisado
pentagrama. Las cejas levantadas, los ojos abiertos como platos y la boca... la
boca no podía verla, pues la tenía tapada con una de sus manos, pero apuesto a
que la tenía abierta.
Dejó
de escribir, tenía las cejas levantadas, los ojos abiertos como platos y la
boca... la boca la tenía en forma de O,
ahora sí, no había mano en el mundo que tapara su asombro.
«Es una canción»,
repitió para sí misma. Luego echó un vistazo a ambos lados de aquella larga
travesía, no había nadie. Miró su reloj
y las manijas le hicieron saber que aún le quedaba más de hora y media para
llegar a la cafetería donde había quedado con sus amigas. Al día siguiente
sería la boda de una de ellas.
Cogió su móvil,
se conectó a internet e hizo lo que cualquiera hubiese hecho: buscar en Youtube, Google y Spotify algún
rastro de la canción. Sólo encontró una referencia en Google, en la web de la Casa del Libro encontró un libro de
cuentos con el mismo título que la canción: Gatos de tiza. Pensó que no podía
ser una mera coincidencia, así que ahora solo tenía que consultar el nombre del
autor y todo sería más fácil, con suerte lo encontraría en Facebook. Buscó el
nombre y sólo encontró sus iniciales, como una especie de pseudónimo, estaban
enmarcadas en negrita las letras de: P.T. Su fortuna había pegado un volantazo.
«¿P. T.?» Se
preguntó Daniela. «¡P. T. puede ser cualquier cosa!». Luego empezó a pensar en
cosas absurdas que pudieran empezar por P.T. «Patos Tuertos, Pelotas
Trotamundos, Pura Tontería, ¡Puta Mierda!, ah no, esa no vale...» Se dio cuenta
de lo que hacía, sonrió y siguió pensando que podría hacer.
Mientras el
buscador de su móvil buscaba librerías cercanas, ella se dedicó a pasear su
mirada por aquel muro. Estaba asombrada, aquellas líneas eran exactamente como
las recordaba, aquel que se hiciera llamar P.T. debió haber estado repasando
las líneas con tiza cada vez que lloviese, cada vez que alguien las borrase...
Seguramente lo hizo hasta que se cansó de esperar y las bordó con espray. Era
como ver un fragmento de su infancia allí plasmado, inexorable, inalterado,
increíble.
Se le ocurrió
una idea, no muy brillante, pero si lo suficiente tediosa como para no hacer
que se perdiera en la intriga y la impaciencia. Sacó una agenda plagada de
cumpleaños de amigas, fechas de exámenes y caritas sonrientes. La abrió por el
final y en unas hojas en blanco empezó a dibujar el pentagrama con todas sus
notas. La tarea parecía sencilla, pero se alargó más de lo que había previsto.
Llevaba tan solo la mitad y ya había pasado casi media hora. Decidió dejarlo
así, al fin y al cabo, viendo el espacio que tenía en la agenda, difícilmente
le cabría entera.
Miró su móvil,
localizó una librería cercana. Miró su reloj otra vez y vio: 13:36, era sábado.
Si se lo proponía llegaría a tiempo. Mientras montaba en el coche a toda prisa
y recorría las calles de la ciudad de su niñez, Daniela hacía pasear a su
memoria de la mano de su corazón por aquella tarde de lluvia gris y deleznable.
La inocencia e ingenuidad de quien tenía once años se habían convertido en
intriga y romanticismo para quien ahora tenía veintidós.
Llegó a la
librería, aparcó en doble fila. Preguntó directamente por el libro de cuentos Gatos de Tiza, se llevó el penúltimo
ejemplar, abonó sus doce euros y salió corriendo al coche (corría con la
certeza de que afuera estaría lloviendo). Se montó y condujo hasta el muro 8000
y pico. Allí, bajo la luz de un cielo raso y brillante, abrió el libro y
comenzó a leer.
Eran cinco
cuentos para niños. Muy dispares y abstractos en apariencia. Iban acompañados
de algunas ilustraciones infantiles y todo estaba lleno de color. Aquello no
tenía sentido, se repetía Daniela mientras hojeaba y leía por encima. «No tiene
sentido...»
Busco alguna
dedicatoria al principio y no vio nada. Quiso encontrar alguna ilustración
parecida a los dibujos que hicieran de niños y tampoco encontró nada. Siguió
releyendo. Las sospechas de que el libro no tenía nada que ver con el muro y
con su primer amigo, empezaban a cobrar fuerza. Hasta que llegó al último
cuento titulado: El astronauta cobarde.
No fue el título lo que le llamó la atención, ni tan siquiera el cuento en sí,
sino el color de sus letras: estaba escrito en un color amarillo chillón que
hacía difícil su lectura. «¡Claro!, ¡Te pillé!», gritó Daniela.
Sacó su agenda y
se fue a las últimas páginas... luego frunció el ceño y se alegro de estar
cerca del muro. Necesitaba los colores de las líneas. Salió y fue recorriendo
en primera instancia las notas que estaban alrededor de la primera línea,
estaban pintadas del mismo color verde. Fue al primer cuento y efectivamente,
estaba escrito en letra verde. Luego Daniela contó la posición de las notas (la
sexta, la séptima, la duodécima...), asoció las notas a las palabras del cuento
y fue apuntándolas en un papel a parte. «Por favor, que tenga sentido, por
favor», suplicó para sí misma Daniela mientras escribía:
Te . marchaste . sin . decir . adiós . ...
No hay comentarios:
Publicar un comentario