
Daniela comió
sola. Con una nota guardada con celo en su bolsillo derechoç. Si alguien se
hubiese cruzado cinco minutos después con ella y le hubiese preguntado por lo
que había comido, Daniela no le hubiese sabido responder, y si esa misma
persona le hubiese preguntado que si lo había hecho sola, ella se habría echado
la mano al bolsillo derecho instintivamente, mientras negaba con la cabeza.
Después de comer
en aquel restaurante vacío, había quedado con sus amigas. Iban a echar uno de
esos cafés cuyo tema de conversación ya estaba escogido de antemano: La boda de
una de ellas. Compartirían las dudas y emociones del día previo al gran
momento, hablarían de la excesiva despedida de solteras que celebraron el fin
de semana pasado, comentarían los vestidos que llevarían al día siguiente, se
quejarían del dolor que les provocarían los zapatos y terminarían con bromas
sobre casadas y bodas frustradas...
Fue a la
cafetería donde habían quedado. Estaba allí media hora antes de lo previsto.
Entró casi sin mirar a ningún sitio que no estuviese perdido en la lejanía y se
sentó en una de las mesas del fondo. Daniela estaba abstraída sopesando la idea
de contarle a sus amigas lo sucedido, nunca les había hablado de aquella
aventura con el muro ocho mil y pico. Hasta ese momento tenía pensado no
contarles nada. A fin de cuentas le sería imposible, tenía un nudo en la
garganta y otro nudo aún más embrollado en las palabras que había leído. Al
recordar las palabras, abrió los ojos y rebuscó en su bolsillo, tenía miedo de
haber perdido la nota. La encontró donde la había dejado y aliviada, volvió a leerla:
Te marchaste sin decir adiós. Sé que es una
tontería... – Aquí Daniela se detuvo y sonrió. Recordaba haber encontrado
la palabra “tontería” en uno de los cuentos sin tener mucho que ver con lo que
allí se contaba. Se notaba el haberla metido a propósito. - ...pero si encuentras esto, podrás
encontrarme en Mediodía, el treinta de cada mes al atardecer.
Daniela volvió a
guardar la nota en uno de los bolsillos de su chaqueta y pidió un café con
leche, con hielo, con baylis y con dos azucarillos. El haber tenido que
recitarle el pedido al camarero la sacó por un segundo de su abstracción y se
fijó en aquel lugar: Era una cafetería un tanto rústica, todo hecho de madera,
una chimenea al fondo, a su derecha. Las paredes estaban llenas de libros,
juegos de mesa e instrumentos de música. En el techo colgaba un dulcémele y
había una especie de mini vías de tren a lo largo de toda la barra. Las vías
pasaban por la barra hasta acabar en los laterales del bar, luego surcaban toda
la pared por una especie de anaquel tallado en madera oscura. A veces la vía
pasaba por mitad de algunas de las mesas del lugar, pero la suya no era una de
las afortunadas. Cuando vino el camarero y vio a Daniela siguiendo con la vista
las vías del tren le explicó que por allí pasa un trenecito eléctrico que lleva
los cafés a la gente que se sienta en alguna de esas mesas. Señaló algunas
esparcidas por todo el espacio y luego explicó que aquel día el tren estaba
averiado.
– Es genial –
Respondió Daniela maravillada. En el brillo de sus ojos no sólo se reflejaba la
emoción de aquel lugar sino todas las emociones con las que se había tropezado
aquel día.
– Si, y no es
por fardar, pero si algún día vuelve por aquí y el trenecito está arreglado,
fíjese en los vagones, yo mismo los pinté – Los ojos profundamente marrones del
camarero hablaban de orgullo, pero Daniela no los vio. Estaba volviendo a
confirmar en el móvil que hoy, como si no lo supiese ya, era veintiocho de
enero.
No mucho tiempo
después llegaron las amigas de Daniela. Se saludaron fervientemente, se dijeron
lo guapas que estaban, preguntaron a Daniela si llevaba mucho tiempo esperando,
tomaron un cortado, dos con leche y un Nestea.
Como dije, la conversación ya estaba escrita antes de abordarla, aún así,
aquella mesa derrochaba entusiasmo y alegría. Al no mucho tiempo después se
levantaron de allí cada una con una invitación de boda personalizada. Lo normal
era haberlas tenido mucho antes, y el caso es que las tenían. Pero esas eran
personalizadas para cada una de las mejores amigas de Helena.
Salieron de la
cafetería y comenzaron a andar. Antes de perderla de vista, Daniela se detuvo
un momento quedándose rezagada, y volvió a confirmar, como hiciera antes, el
letrero de la cafetería: tallado en gruesa madera y en total armonía con la
fachada, rezaba: “Mediodía”
Luego volvió a
mirar la invitación de boda, como si no supiera de memoria lo que ponía justo
después del nombre de Helena, estaba escrito el de su prometido: “Pedro Tornay”. Daniela suspiró
intentando deshacerse del nudo que le atenazaba su interior. «Pedro Tornay
encaja perfectamente con las iniciales P.T.» recordó desconsolada.
Alivió y alcanzó
a sus amigas. Eran cinco, pero Daniela caminaba sola.
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